Una herida abierta (2)

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  Una extraña brisa recorrió todo el pueblo, sin embargo, el atardecer no mostraba indicio de nubes cargadas.

Escondido entre las palmeras y árboles de la zona un pequeño asentamiento se vislumbraba. Innumerables casas compartían jardín, pues, aun sin estar juntas, el espacio que les separaba era mínimo. Mientras en el medio de todo reposaba una alta estatua de Yurcra de las Profundidades, colocada exactamente en el pequeño estanque circular, sin acompañamiento de peces, pero con mucha vegetación acuática.

El niño jugaba con una rama seca a dar estocadas al aire, cada una de ellas vacías de algún adiestramiento, solo eran movimientos sin técnica. Xin miraba desde la silla de madera, colocada frente a la única mesa de la habitación, un mueble cuadrado y del mismo material que el de la silla.

Alguien entró por la única entrada con puerta, era hombre, alto y corpulento, de tez antiguamente blanca, ahora consumida por los impetuosos rayos solares, volviéndola oscura y brillosa. Quitó de en medio al niño sin mucha consideración, y no respondió el saludo de la mujer que se paró en el umbral que daba al lar.

  —Papá, estoy matando monstruos —dijo el niño con una sonrisa.

Xin asintió, convencida, como si ante sus ojos percibiera los cadáveres asesinados.

  —Corb, ¿qué haces?

El hombre sacó el pequeño cofre enterrado en un lugar secreto de la habitación, lo abrió, y al cerciorarse de su contenido se levantó, preparándose para irse.

  —¿A dónde lo llevas? —preguntó la mujer al interponerse en su camino, intrigada y con el comienzo del enfado dibujándose en sus ojos.

Corb la observó, su mirada no era del todo clara, parecía desvanecerse en la propia realidad en donde habitaba, pero aquello no quitaba la presión que ese par de orbes cafés que tenía por ojos podían ejercer. La mujer se hizo a un lado, mordiéndose los labios, y bajando la mirada.

  —No llores. —Fue lo único que expresó antes de salir de la casa.

La mujer respiró profundo, se masajeó sus mejillas húmedas, cambiando por completo de actitud. Volvió a la cocina, y cuando regresó cargaba un par de cuencos que colocó en la mesa.

  —Joro, siéntate —ordenó.

El niño dejó el palo en su sitio designado, se acercó a su silla, no sin antes acariciar a su hermosa hermanita, que le miraba con una gran sonrisa.

  —¿No esperaremos a papá? —preguntó Xin al ver qué su mamá comenzaba a probar alimento.

  —No.

  —Olía extraño —dijo Joro.

  —Cállate. —Le miró con dureza.

  —Yo solo decía que...

  —¡Te ordené que te callaras! —gritó la mujer.

Xin hizo un puchero, y comenzó a gimotear, incapaz de controlar su llanto. El suelo empezó a vibrar, y el aire del exterior e interior a enfurecer. Se podían escuchar las palmeras de fuera menear sus ramas con intensidad.

  —Pequeña, Xin —dijo Joro al acercarse a ella, aunque sin bajarse de la silla—, escúchame, está bien, estamos bien.

La mujer arrojó con furia el cuenco de comida a un mueble cercano, donde quedó reducido a pedazos. Se colocó de pie, retirándose al pequeño cuarto antes visitado por Corb.
 
Xin logró tranquilizarse gracias al amor y paciencia de su hermano, quién le acariciaba los cabellos al repetir una y otra vez la frase: está bien, estamos bien.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora