No pudo más, estaba impaciente y sus instintos en los que tanto confiaba le decían que algo había allí, tal vez el milagro que había estado esperando. Los gritos pronto se callaron, y la oscuridad abandonó el salón. Las losas mostraban la blancura del mármol, el polvo había desaparecido, al igual que los esqueletos. Se detuvo, justo al lado de una escultura alta de una mujer en túnica color rubí, no podía ver a sus compañeros, estaba solo en el extenso salón, que ahora se encontraba decorado con tapices, pinturas, objetos mágicos y muebles de distintos tipos, se asemejaba de alguna forma al vestíbulo del gremio de aventureros, aunque más elegante, y menos escandaloso.
Se volvió hacia el repentino ruido, notando una puerta abrirse, de ella salió un anciano de túnica gris, polvorienta, de ojos cansados y expresión abatida, acompañado de una mujer jovial, envuelta en un vestido ceñido, que delataba su voluptuosa figura. Era alta, mucho más que Gustavo, pero no tanto como el anciano.
—La muerte no es el final del trayecto —dijo ella con un tono dulce y reconfortante—, es un nuevo destino.
—Bonitas palabras. Aunque desearía que ese destino me hubiera tocado a mí, y no a mi hija.
—Los dioses no se equivocan —repuso de inmediato, provocando que el sufrimiento del anciano incrementara.
—Tiene razón, me disculpo. —Bajó el rostro.
—Nosotros nos encargaremos de su cuerpo, le concederemos la dignidad para presentarse ante los dioses. —Posó la mano sobre su hombro y esperó que asintiera—. Ya puede retirarse.
Hizo una seña con la mano, dirigida al hombre de armadura negra que enseguida se presentó con una postura respetuosa.
—Muchas gracias, mi señora. —Permitió la escolta, aunque por la expresión del soldado, no aparentaba que tuviera otra opción.
—Claro. —asintió, manteniendo la gracia en sus suaves movimientos.
Al ver desaparecida la figura del anciano, la dama llevó sus pies ante una puerta, más grande de la que había salido. Gustavo la siguió, todavía sin cuestionarse sobre donde estaba, ni porque todo el mundo parecía ignorarlo.
—La protección de los grandes —susurró en el antiguo idioma ante el acceso de madera luego de tocarla con su palma. Esta se abrió, permitiendo su ingreso, y el del joven que esperaba.
La nueva habitación era enorme, repleta de mesas largas, sillas, libreros y papeles. A sus pies descansaba una alfombra que se extendía desde la puerta a la pared contraria, mientras en el techo se apreciaban diversos candelabros que iluminaban el lugar con orbes blancos. Había otras dos puertas al finalizar la sala, y los pasos de la mujer indicaban que se dirigían a una de ellas. Su corazón palpitó con fuerza y rapidez al acercarse, el sudor resbaló de su frente, y la premonición del peligro se hizo tangible tan pronto como la mujer abrió una de las dos puertas. No había nada detrás del umbral, solo una eterna oscuridad que tragó la silueta de la fémina. Tragó saliva sin saberlo y avanzó, un paso a la vez, aunque con duda.
—¡Mamá, por favor, ya no más! Me duele.
Quedó cegado momentáneamente por el súbito resplandor blanco, que impactó directo en su rostro, pero al aclimatar sus ojos descubrió que la única luz provenía de un par de orbes rojos, que tenuemente iluminaban la habitación. Un lugar pequeño, que contenía una cama en el medio, un par de mesas con cadenas, muebles con objetos filosos, y algunos otros aparatos que Gustavo no pudo reconocer, ni entender su uso.
—Deja de gritar, niña. Solo será un momento, te lo prometo.
—¡No! ¡Por favor, mamá, no! —gritó tan fuerte que tanto como Gustavo y la mujer tuvieron que tapar sus oídos—. Te lo suplico.
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El hijo de Dios Vol. IV
AdventureCon la tensión de los reinos vecinos en aumento, y la guerra en pausa, Gustavo debe seguir su corazón a tierras inexploradas para salvar a su buen amigo Wityer, aunque eso conlleve poner en riesgo tanto su vida, como la de sus compañeros. ¿Estará d...