Una cuestión de orgullo

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  Sumido en el letargo, el sopor lo había vencido; un abrumador tedio había tejido sus hilos alrededor de su conciencia, enviándolo a un limbo de ensueño. Entre esa neblina intranquila, sonidos difusos rozaban su mente, palabra tras palabra, como murmullos lejanos que suscitaban una inquietud en su corazón tranquilo, ahora esfumada con el amanecer de su memoria. No había sentido la caricia helada de la noche, algo que le sorprendía ha resultado de su piel descubierta.

El despertar trajo consigo un sobresalto que casi lo hizo saltar de su lecho improvisado. Una imponente criatura, un colosal can de estirpe desconocida, reposaba con majestuosidad a su lado. Su cabeza, a la altura de la de él, se mantenía erguida, emanando una presencia tranquila, casi guardiana. Sus ojos, espejos plateados y penetrantes, reflejaban la luz cálida de la hoguera, mientras lo observaba con una intensidad que desbordaba la comprensión humana.

  —Hola —dijo por inercia, sabiendo dentro de él que el can no le respondería, o eso esperaba.

  —Se llama Exilor (Sobreviviente) —dijo el muchacho al verle despertar, disfrutando el miedo que se había reflejado en su rostro por unos segundos.

Gustavo se sentó, saludando de una forma más amable al enorme perro que no parecía hostil ante su presencia.

  —¿Cuál es tu nombre? —inquirió con un deje de curiosidad palpable en su voz mientras se dirigía al joven que, recostado con soltura al lado de los crepitos de una nueva fogata, parecía fusionarse con la penumbra constante de la oscuridad.

  —Timber, sin aldea —respondió el muchacho, con un tono ligeramente desapegado, casi como si ese dato fuera una nimiedad en la vastedad de su vida. Su mirada pronto recayó en el pecho del joven moreno, razón que le causó una expresión complicada en su rostro—. Me sigue sorprendiendo tu recuperación.

Gustavo reaccionó ante la mención, observando su propio pecho, y descubriendo que el ungüento había desaparecido, convertido en manchas de polvo de un color verde oscuro. Apretó los puños, movió su cuello, inspiró profundo, todo era normal, se encontraba óptimo para regresar a su cruzada. No había tiempo que perder.

  —Entiendo tu renuencia de conversar sobre el mal que ha impregnado estás tierras —dijo luego de mucha contemplación—, pero, por favor, me gustaría escuchar tus consejos. Cualquier advertencia o indicación será más que bienvenida.

Timber sopesó la solicitud en un mutismo reflexivo. Su visaje se tornaba escenario de un tumultuoso debate interno. A Gustavo se le dificultaba discernir si lo que las pupilas del muchacho delataban era temor; sin embargo, una cosa era palpable: una desesperanza y dolor que parecían emanar de las profundidades de un alma lacerada por el infortunio.

  —No puedes salir. —Apretó el puño, desviando su atención a la fogata.

  —Tendré que hacerlo en su momento —respondió con una expresión calma.

  —Es muy peligroso, he visto morir a tantos... Es mejor quedarte aquí. Es un lugar seguro.

  —Agradezco la preocupación, pero no puedo quedarme. Debo seguir andando.

Timber le dirigió una rápida mirada, asintiendo como quien está cansado y no desea pelear más.

  —Cuando el viento enfurece los renacidos se ocultan —dijo, mientras observaba las llamas—, son débiles contra el viento y el agua, pero no es recomendable enfrentarlos, son demasiado rápidos y fuertes. Siempre ten un escondite bajo tierra, y jamás toques el líquido negro que algunos desprenden. Estarás muerto si lo haces. Es todo lo que sé.

  —Te lo agradezco —dijo con sinceridad—. Si hay algo que pueda hacer, dímelo, no importa que.

  —¿Algo que puedas hacer? —cuestionó las extrañas palabras, sin entender realmente lo que trataba de decir—. No comprendo, ¿qué quieres que diga?

  —¿Tienes alguna petición que pueda realizar?

No había volteado a observar a Gustavo ni una sola vez, manteniendo su absoluta atención en las bailarinas llamas. Había acercado su mano, sintiendo el calor que tanto parecía disfrutar, mientas meneaba sus dedos como si estuviera tocando las teclas de un piano.

  —Pediría que te quedarás —susurró.

  —Lo siento, pero no te he escuchado.

  —Anhelo la oportunidad de emprender la caza hombro con hombro junto a un guerrero de verdad. —Esta vez, se volvió hacia él, la sonrisa podía verse en rostro juvenil. Sin embargo, un vago rastro de vacilación podía leerse en sus ojos, como si una batalla interior oscilara entre la alegría y la duda, entre vivencias del pasado y el tormento del futuro.

  —Será un honor salir de caza contigo —asintió, poniéndose en pie para formalizar el trato.

Habían pasado cuatro largos días en los que Gustavo tuvo que tener paciencia y esperar por la oportunidad de devolver la deuda que tenía con el joven de piel blanca. 

Timber había decidido que al cuarto día saldrían para buscar la presa perfecta, en la que compartirían sus habilidades para darle una muerte honorable, y celebrar un banquete, que también serviría de despedida.

Gustavo se revistió en la indumentaria de su cotidianidad: ajustó con firmeza la hechura de sus cómodos pantalones; así mismo se colocó sus botas de cuero, testigos mudos de mil jornadas; se enfundó la camisa, cuyas fibras guardaban los sueños de un niño. Sobre estas prendas, una túnica negra cayó cuál manto de sombras. Los guanteletes envolvieron sus manos con la certeza de un destino bélico, propio de un guerrero. Con la meticulosidad de un ritual, ciñó su cinto que contenía su sable. Aquella extensión de su voluntad no era más que el eco de batallas pasadas, la promesa de protección indómita, y el fiel compañero de brutales enfrentamientos ganados. La empuñadura parecía destellar sutiles fulgores de alianza al contacto con sus dedos. Se colocó la capucha, a sabiendas del mal clima que podría estar presente allí fuera, y con un rezo interno se preparó mentalmente para volver al inhóspito lugar de nieve.

Timber se dirigió a uno de los extremos del sitio, invitando a Gustavo a acompañarle, mientras Exilor caminaba a su flanco derecho. Gus notó la ligera pendiente, observando acercarse el techo, y se preguntó dónde se encontraba la salida, pues, aunque sus ojos podrían vislumbrar en la oscuridad, ahora mismo era incapaz de ver nada que se le pareciese, y por palabras del jovenzuelo podía saber que era de día, aunque ahora dudaba si debía creerle.

Timber subió por una escalera pegada a la pared, y con el antebrazo y sin advertencia levantó la puerta, derramando en el suelo una cantidad considerable de nieve. Al parecer siempre habían estado bajo suelo, sorprendentemente no lo había notado. El perro subió de un salto, y él pudo imitarlo, pero no lo creyó pertinente, prefiriendo hacerlo por la escalera.

Para sorpresa de Gustavo la ventisca había desaparecido, dejando a la vista un cielo ligeramente oscurecido por las nubes grises.

La puerta estaba colocada justo al pie de un enorme árbol seco, con un hueco en su tronco partido, la entrada apenas si se notaba si se le buscaba, por lo que, claramente pasaba desapercibida para cualquiera.

El muchacho cerró, tapando la entrada con la nieve de alrededor, mientras comenzaba su trayecto sin siquiera observar a su acompañante.

Gustavo inspeccionó el perímetro con su energía de Vida, pero no encontró nada, salvo por el muchacho y el perro, todo seguía siendo un páramo.

El viento tocaba su cuerpo con ternura, contrario a los días anteriores, donde su ferocidad lastimaba su piel. Los pocos árboles dispersos en el lugar se encontraban desiertos, sin rastros de hojas que pudieran protegerlos. La nieve había acrecentado su tamaño, razón de la profunda línea guía que dejaban los tres al transitarla.

  —¿Qué tipo de animal cazaremos? —preguntó, aburrido por el silencio del trayecto.

  —Uno especial —dijo Timber, sin voltear, aunque en su voz apreció un ápice de preocupación, sentimiento que Gustavo creyó razonable por el peligro que representaban estas tierras.



El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora