Tiempo de sacrificios

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  —Tengo las manos congeladas —dijo un macho con molestia e inquietud, dejando escapar en cada exhalación y palabra un denso vaho—, las piernas dormidas, y tanta hambre que podría comerme al pequeño de atrás —sonrió, una expresión solitaria, ya que ninguno de sus tres acompañantes lo secundaron.

  —Puedes irte cuando quieras, Ardot —dijo la hembra de cabellos dorados, con los labios tan resecos, como hermosos—. Nadie te detiene.

  —Lo haría —dijo, sin quitar la mirada del inicio de la arboleda tras el río caudaloso—, de verdad que lo haría, no lo voy a refutar, pero esa satisfacción tendré que negártela, Primera... Al menos por el momento —dijo a lo bajo.

El blanco invierno había tapizado su sello en cada llanura, montaña y árbol de los alrededores, con una bruma que transformaba al día en tarde y la tarde en noche.

  —Han pasado tres lunas desde el límite para la respuesta —dijo Ardot al pasar el rato, con los ojos tan cansados por el constante enfoque, como los dedos y los brazos por el arco ligero—. Vendrán —Forzó la sonrisa ante la gélida expresión—, Nuestra Señora no nos abandona, pero, creo que deberíamos tomar un descanso, no seremos de ayuda agotados, Primera.

Observó la quietud de la arboleda lejana, así como a los otros dos miembros del grupo, y notó que las palabras de Ardot no estaban tan alejadas de la realidad. Exhaló, padeciendo de un escalofrío a causa de la súbita regulación de temperatura interna, que le permitió aclarar su mente y enfriar sus sentimientos.

  —Ha sido una estupidez vigilar todos al mismo tiempo, lo acepto —Dividió su atención entre el grupo y la arboleda, dando una mayor importancia a esta última—, pero bajar es nuestra muerte.

Todos observaron el suelo desde las gruesas ramas de los árboles en las que ahora se refugiaban.

  —¿Qué propones? —preguntó Ardot.

  —Lo mismo que cada día, soportar.

  —Esa misma respuesta esperaba —maldijo para sus adentros, pero prefirió mantener la sonrisa, que la encolerizada expresión que su rostro quiso presentar. Tomó una pequeña hoja azulada de su cinturón de torso, y la frotó sobre sus ojos, sintiendo un poderoso ardor que lo despertó y ayudó a enfocar mucho mejor, perdiendo la hoja que se deshizo en sus dedos.

La aguda visión les permitía vislumbrar cada palmo de la arboleda con perfecto detalle, no obstante, sabían que hasta sus ojos podían ser engañados, debiendo ocupar ciertos hechizos y artilugios que les ayudara a reafirmar lo visto cuando algo extraño sucediese. La cuerda se tensaba cada cierto tiempo, por inesperados sonidos, mayormente causados por animales pequeños, o por la propia naturaleza, que por un mal verdadero, pero aquello les ayudaba a mantenerse despiertos, a no bajar la guardia, porque entendían del peligro que los acechaba.

Ante la oscuridad que la noche concedía, con la predominante neblina que en cada oscuro sendero tornaba de misterioso. El insensible frío que atacaba en cada aliento de aire, ventisca y susurro, provocaba que los vivos se refugiasen en lo recóndito de la tierra, en los huecos troncos, buscando la calidez reconfortante.

Sobre las gruesas ramas, escondidas entre miríadas de hojas, cuatro individuos se mantenían semidespiertos, en posiciones que no se atribuían al confort. Ardot dormitaba, con el arco postrado en el pecho, junto con el carcaj, la agudeza de su oído era la mejor del grupo, por lo que se permitió cerrar los ojos, aunque fuese por un momento. Los dos individuos en las ramas traseras disfrutaban del festín de bayas, frutos secos y miel, que calentaba sus gargantas y aclaraban la voz. La hembra vigilaba, había hecho uso de la quinta pócima de búho, conocida en los reinos humanos como: vigorizante, pero, aunque el sueño había sido espantado, no logró impedir la fatiga mental y la punzada en su sien.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora