En los ojos de quienes nos aman

40 8 0
                                    

  Caminaba con paso lento, arrastrando al alto hombre sobre una camilla improvisada de tablas y pieles por el espeso manto de nieve. Sus brazos, exhaustos por el peso, apenas podían sostenerlo. El frío se colaba por su ropa y, aunque la tela que cubría su rostro le brindaba algo de calidez, también le oprimía, haciéndole temer congelar sus labios húmedos si se atrevía a quitársela.

Sus ojos, aperlados como dos estrellas en la noche, se perdían en la espalda del joven que marchaba al frente, con paso resuelto y distante del resto de su grupo. Como si fuese el único caminante en aquel sendero desconocido.

La maga a su lado compartía su misma condición. Se podía ver el cansancio en sus ojos profundos y misteriosos, mientras sus piernas se arrastraban por la alta nieve que alcanzaba hasta sus rodillas. Sin embargo, ella no podía percibir completamente su expresión, pues una semicapucha y una tela cubrían su rostro inferior. No obstante, la maga compartía su mismo interés, pues su mirada estaba fija en el mismo punto que la suya había estado antes. Parecía que aquella silueta le confería fuerzas que parecía haber perdido.

En su flanco izquierdo, se encontraba aquel expríncipe que tanto le desagradaba. No había odio hacia él, pues respetaba el camino que compartían, pero aborrecía su título y todo lo que éste representaba. Al percatarse de su mirada, él giró la cabeza y le sonrió con esa maldita arrogancia antes de volver su atención al frente. En respuesta, ella endureció su semblante. Había notado la oscuridad que se anidaba en sus ojos, la misma oscuridad que dominaba al joven de la vanguardia. Sin embargo, la mirada de Primius era diferente, denotaba abandono, desolación, como si ya nada tuviera sentido. Pero ella no tenía la fuerza para acercarse a él y preguntar qué sucedía, quizás lo haría en otro momento, cuando sus brazos no clamaran por descanso y misericordia.

Por el otro flanco avanzaba su compañera, aquella que portaba el hacha, la espada y el escudo. Su cabellera negra caía en ondas sobre su rostro taciturno, y su mirada apenas susurraba alguna emoción oculta. Guerrera de pocas palabras, pero de sonrisa sutil, avanzaba con paso firme, concentrada en los alrededores, lista para enfrentarse a cualquier amenaza.

En la retaguardia se encontraban dos damas de orejas extrañas, tan hermosas como las leyendas antiguas o las exageraciones de los bardos bohemios. No le agradaban, sus expresiones supremacistas y sus miradas despreciativas que habían dirigido hacia cada uno de sus compañeros le provocaban un impulso irrefrenable de blandir su espada. Aunque no entendía su idioma cantarín, había captado el tono desdeñoso con el que se habían referido a su señor, algo que no podía ser perdonado.

Por último, estaba otro individuo de orejas extrañas, tan bello que solo la mano de un gran artista podría ser capaz de plasmar. Sus cabellos de ébano y su mirada desafiante, su cuerpo esbelto y su piel blanca como la nieve bajo sus botas. No sabía nada de él, excepto que su señor lo había rescatado. Caminaba a unos pasos del muchacho en la vanguardia, parecía que flotaba, pues sus pasos no dejaban ninguna huella, situación semejante a las dos damas en la retaguardia, le parecía extraño, más allá de lo explicable, y tal vez en otra circunstancia el enigma sería tomado como tema a discutir, pero en estos momentos no.

  —Reconozco estos lares —dijo de repente el joven de orejas extrañas. Ella no entendía—, estamos cerca de un territorio neutral, amigo de todas las criaturas, pero que no pertenece a nadie. Solo a Nuestra Señora.

Notó como su señor asentía y pedía más información.

Luego de unos veinte pasos comenzó a vislumbrarse el comienzo de una arboleda, con las copas de los árboles vistiendo el hermoso blanco que los alrededores compartían.

Se adentraron con calma, vislumbrando la oscuridad que gozaba y que por expresiones de los orejas extrañas no debía ser así.

Había un olor antinatural impregnado en la atmósfera, como si algo podrido se estuviera quemando.

  —Que Nuestra Señora se apiade de los infortunados.

Observó a su señor desenvainar. Comenzó a sentir una inexplicable sensación rodearla, como si algo muy malo les estuviera acechando.

  —¡Emboscada! ¡Posición de defensa! —gritó Gustavo, al tiempo que ocupaba su energía pura para cubrir la hoja de su sable.

Bajó la camilla al suelo, y con total intención intentó desenvainar, pero sus brazos no respondieron como deseaba, estaban sumamente cansados.

Xinia se ajustó el escudo al antebrazo, y blandió la espada, acercándose a ella con intenciones protectoras. Primius hizo algo parecido, aunque ella no sabía si interpretar su acción como ayuda, o simplemente un reflejo del miedo. La maga cantó en un idioma desconocido, que alguna vez ella misma le explicó que se trataba del idioma antiguo, creando una pequeña cúpula de rayos siniestros, que, por anormal que pareciera, no dañaron el follaje, ni los árboles.

  —Espera.

  —¿Qué sucede? —preguntó Gustavo, como quién no desea que le interrumpan.

  —Algo está mal. Los aliados de ese maldito no pueden desplazarse por las ramas de los árboles. ¿Quiénes son? —gritó a la nada.

Al no encontrar respuesta levantó una hoja del suelo, la limpió con un soplido, y como un ritual antiguo creó un sello en ella. Le miró arrojar la hoja al frente, y está flotó en su misma posición, manteniéndose en el aire por unos segundos mientras desprendía una luz que arropó a los árboles, concediéndoles la energía natural necesaria para desprenderse de la corrupción que impregnaba el bosque.

  —Alto.

La voz vino con un individuo con las mismas características que las dos damas y el joven al lado de su señor, había caído del cielo, o al menos eso había parecido. Vestía una indumentaria que podría interpretar de explorador, con adornos florales por todo su atuendo, y una capa que cambiaba de color en base a la coloración primaria que le rodeaba.

  —Cancele la purificación, le ruego.

Se mantuvo a un paso de la cúpula de rayos.

  —¿Por qué debería hacerlo? —preguntó Lucan con duda.

  —Hemos logrado ser invisibles a sus ojos, si purifica aunque sea un árbol, los atraerá a nosotros.

  —¿Nosotros quienes? Claramente no eres mi pueblo, nosotros no ocuparíamos tácticas tan cobardes, y menos dejaríamos corromper a los sabios y sagrados árboles por nuestra protección. 

  —No fue decisión mía, Dobler, pero, por favor, le ruego acabe con el ritual de purificación.

  —No soy un Dobler —dijo, y la energía que le rodeaba se hizo más intensa—. Me llamo Lucan Del-Sil, guerrero elegido por Nuestra Señora, y protector de los Bosques Altos. Con la autoridad que poseo, puedo decidir si eliminar la corrupción, o no.

  —Hágalo, Orzner, se lo pido.

Ante todos apareció una dama de apariencia joven, pero de expresiones maduras. Vestía un hermoso vestido blanco, con acompañamientos de verde y dorado.

  —Sacerdotisa —dijo en deferencia, mientras obedecía, cancelando el sello en la hoja del árbol.

La luz se desvaneció, y al corrupción que había sido limpiada volvió a extenderse.

  —Me llamo Rava, y agradezco a Nuestra Señora encontrarlo vivo.




El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora