~58~

11.4K 807 80
                                    

Thaile.

El almuerzo finalmente termina, y agradezco el alivio que la brisa del viento trae al ondear mi cabello y el cálido resplandor del sol que penetra por mis poros. Es extraño, pero siento que he estado extrañando estas sensaciones, como si el aire fresco y la luz del día soleado fueran algo nuevo para mí, algo que no había experimentado en mucho tiempo.

—Acompáñame, por favor —dice el senador después de reposar la comida. Sigo teniendo esos flashes donde me veo dispuesta a matarlo, tal y como lo hice con ese sujeto asqueroso que me forzó. Se merecía que lo dejara como un colador, pero ¿por qué siento esa misma rabia hacia él? ¿Por qué querría hacerle daño a este hombre?

Se levanta y, sin dudarlo, lo sigo. La mansión es un maldito laberinto, un lugar que siento que nunca terminaré de conocer por completo, lleno de sombras y rincones que parecen esconder secretos que no quiero descubrir.

Llegamos a una puerta doble, y cuando la abre, me encuentro ante un lujoso despacho. El lugar es imponente, con muebles de cuero y paredes revestidas de madera oscura, cada rincón exudando poder y autoridad. Él me invita a pasar y, aunque no sé por qué, mis manos empiezan a sudar y mi corazón, que ya estaba acelerado desde que llegó, se dispara aún más con la idea de estar a solas con él.

—Toma asiento, por favor —me pide, colocándose detrás del gran escritorio de caoba.

—Así estoy bien... —le respondo, manteniendo mi distancia.

—Créeme que querrás estar sentada cuando te diga lo que tengo que decirte.

Sus palabras me hacen rodar los ojos, pero finalmente cedo y nos sentamos en las sillas tapizadas en cuero. Mi piel roza el material frío, y me siento aún más incómoda.

—Lo que te voy a contar seguramente te parecerá descabellado —empieza a decir, y no puedo evitar alzar una ceja. Mis dedos no paran de jugar con el anillo que llevo en la mano, un anillo que no sé por qué no me he quitado ni qué significa realmente para mí—, pero es parte de tu realidad.

Con una lentitud que me desespera, saca su teléfono del bolsillo y me muestra una foto. Es una ecografía, una imagen en blanco y negro de lo que parece una pequeña bola. La visión de esa imagen altera mi respiración, y de repente siento el impulso de salir corriendo, pero no sé hacia dónde o hacia quién.

—¿Te recuerda algo esta imagen? —pregunta.

Niego con la cabeza, aunque un flash de memoria me asalta. Me veo en una camilla, con una máquina de ultrasonido monitoreando mi vientre. No, no puede ser lo que estoy pensando...

—Pues es nuestro bebé... —sus palabras me atraviesan como un relámpago, y no puedo evitar soltar una risa nerviosa, casi histérica.

—Oh, ¿es en serio? —pregunto entre risas, pero la risa se evapora al ver que él no muestra ni una pizca de humor en su semblante.

—Sí... —me responde, con una expresión que parece más un cachorro afligido que un hombre de su posición. Y en ese momento, lo entiendo todo: por eso lo he querido matar.

La furia me invade y, sin pensarlo, me levanto de un salto. Me acerco a él y, en un movimiento que no sé de dónde aprendí, lo agarro por la corbata con toda la fuerza que tengo. Le tuerzo el brazo llevándolo contra su espalda.

—¡¿Pero qué estás haciendo?! —grita, arrugando el rostro de dolor.

—¡¿Qué hiciste tú?! —le respondo, intensificando la maniobra—. ¡Cómo se te ocurre embarazarme!

—Oye, eso fue cosa de dos —alega como puede, luchando contra el dolor.

—Ay, por favor, ¿ahora resulta que tú y yo...? —comienzo a decir, pero él me interrumpe.

Tras de tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora