Valeria
El hombre mayor del taxi hizo un giro un poco brusco con el volante del vehículo de éste. Las chicas, en cambio, emitieron un grito desprevenido demasiado alto que retumbó por todo el vehículo. Olga no se lo podía llegar a creer: Tyler me acaba de dedicar una canción de una banda colombiana muy famosa en mi país, en España, en una cadena de radio de aquí de Francia. Ana, en cambio, no paraba de soltar frases sin sentido en italiano.
—Ana, corazón, sabemos perfectamente que lo que acabamos de presenciar tú y yo ha sido algo fascinante e increíble, pero hazme el favor de intentar controlar el castellano con nosotras —dijo Olga mientras seguía con los ojos abiertos de par en par mirándome a mí y a Ana muy simultáneamente.
—Perdón. Valeria, más te vale que nos empieces a contar detalladamente todo lo sucedido ayer con el chico ese de la guitarra —dijo Ana sin poder esconder la pequeña sonrisa que estaba creciendo en su rostro, ansiosa por saber más de mi día de ayer.
—No fue nada del otro mundo: me llevó al museo del Louvre, como bien dijo en el aeropuerto. Después, fuimos a almorzar. Sobre las cinco de la tarde aproximadamente fuimos a ver la tumba de Napoleón Bonaparte —hice una breve pausa para echar una última vista por la ventana de mi asiento de copiloto del vehículo—. Y para terminar fuimos a ver la torre Eiffel, que para mi sorpresa, pudimos subir.
Las chicas asomaron sus cabezas por la parte de en medio que había separando la parte delantera del vehículo y la trasera.
—Y... —dijo Olga. Sabía perfectamente lo que quería que oyesen sus oídos, pero me gustaba hacerme la tonta.
—No pasó nada más. Bajamos De la Torre con un frío espantoso y nos despedimos el uno del otro. Ya está, eso es todo
Obviamente, estaba mintiendo como una asquerosa, pero no quería sentirme más presionada. Ya en estos días les contaré que Tyler me besó, pero no hoy, y menos delante de un señor que no conocemos por muy buena persona que muestre ser.
—Joder. —dijo Olga, chasqueando la lengua y echando su cuerpo hacia atrás de nuevo.
Llegamos al aeropuerto de Francia y nos pusimos en camino hacia nuestra respectiva puerta de embarque. Me acordé que no habíamos desayunado en el hotel. Con la resaca de las chicas y, los intentos de ligar de Olga con cualquiera —que doy fe en que la mayoría a los que se le había acercado el otro día estaban casados—, era mejor comprar un café aquí en el aeropuerto. Vimos el primer Starbucks en la zona comercial y no nos lo pensamos ni dos veces para entrar en el establecimiento. En aquel momento, mi teléfono comenzó a emitir una vibración en el interior de mis pantalones del uniforme. Presioné el botón superior del lado derecho y no me lo podía de creer. Tenía una llamada entrante de alguien que, sinceramente, no me lo esperaba después ya de unos días fuera de España.
—Hola, mamá.
—Hola, Valeria, ¿qué tal todo por... Alemania?
Resoplé incrédula y deseé colgar en aquel momento. Había repetido una y mil veces en casa cual iba a ser mi primer destino junto a Olga en la aerolínea, pero ahora comprendo la atención y el caso que me prestan en mi casa.
—Francia, mamá. Estoy en París desde hace ya unos días.
—Eso, eso. Siempre me lío con estas cosas, hija. —dijo suspirando. Se escuchó de fondo a mi padre hablar desde lejos en un tono no tan amigable, pero mi madre le mandó a callar en voz baja y apartando el teléfono para que yo no me enterase de nada.
—¿Cómo está papá? —Me atreví a preguntar.
—Se le pasó hace ya un día y acabó comprendiéndolo todo.
—Dile a esa desgraciada que lo que le dije era cierto: para mí ya no es mi hija. —dijo mi padre desde la lejanía en la llamada. Aquellas palabras chocaron contra mí como el disparo de una bala directa hacia el corazón. Me enfurecía y entristecía escuchar todo aquello. Era mi padre, y por mucho que yo pueda llegar a estar enfadada con él, era normal que el cariño de una hija siempre estuviese presente.
Mi madre cerró la puerta de la cocina para poder tener una conversación tranquila conmigo, y me dijo:
—No le hagas caso, ya se le pasará... Por cierto, vienes en Nochebuena, ¿verdad? —dijo mientras cogía la cafetera para prepararse el café de por la mañana.
—Creo que sí, la aerolínea me da vacaciones ahora en unas semanas cuando se vayan a acercar las fiestas, pero creo que en fin de año no podré ir —mentí. No tenía ni idea cómo iba aquello. Héctor y su copiloto, Eduardo, estuvieron explicándome algo parecido antes de desembarcar en Francia al llegar, pero no presté la suficiente atención.
—Bueno..., ya vamos viendo para ver cómo lo vas a hacer. Puedes venir a casa cuando quieras, Valeria. Por míno hay ningún problema.
Y en verdad sí había un problema: mi padre. No tenía ni la más remota idea por cómo iba a ser su comportamiento conmigo allí. Las cosas aún estaban muy inquietas por allí en Barcelona, y evadirme una temporada para pensarlo y reflexionarlo no me vendría nada mal.
—Ya vamos hablando mamá. Tengo un vuelo hacia Ámsterdam en menos de una hora. Cuídate mucho.
—Vale cariño. Disfruta y ten mucho cuidado. Mándame una foto del barrio rojo de allí, haber si hay algún tío más guapo que tu padre por allí y me voy contigo.
Empecé a reír.
—Mamá, en el barrio rojo sólo hay chicas. Lógicamente, hay hombres, pero no para lo que tú me estás pidiendo —seguí riéndome junto a ella.
—Bueno, tú me entiendes.
Miré a Olga y Ana y me percaté que ya tenían mi café en la mano, expectantes de mi conversación con mi madre.
—Te dejo, mamá. Te quiero mucho.
—Yo también —dijo, para acto seguido, finalizar la llamada.
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Aquello que dejamos a medias
Roman d'amourA día de hoy, entendemos perfectamente que las estrellas son pequeños destellos de luces que nacen en un precioso cielo nocturno. ¿Pero qué pasaría si dichas constelaciones fueran personas?, desde un amigo íntimo de la infancia a alguien completamen...