Capítulo 34

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Barcelona, hace algunos años...


—Eres imbécil, te lo aseguro —dije fulminando con la mirada a mi mejor amiga, Olga, que se encontraba riéndose a carcajadas con mi hermana, Maite. Había jalado con tanta fuerza a mi pobre maleta que, en ese momento, me encontraba tendida boca arriba en el frío suelo de mi urbanización.

—Quería darte un buen susto.

La miré incrédula por lo que se atrevía a decir.

—El susto te puedo asegurar que me lo has dado. No lo dudes. Pero la gente normal grita o hace algo no tan violento, ¿entiendes, verdad? TENGO SUEÑO, JODER —dije levantándome lentamente del suelo diciendo en voz baja una gran cantidad de palabras malsonantes muy pocas propias de mi persona.

El camino a la escuela era relativamente corto, pero si no llegaba aquel día sería todo muchísimo mejor. Teníamos que exponer un trabajo de ciencias en el aula del laboratorio de la segunda planta y, para que mentir, lo llevaba un poco mal.

Mi instituto no era para nada feo: cristales en la gran mayoría de la fachada, la presencia del césped y las áreas verdes alrededor y por detrás del instituto, la abundante tecnología que observabas por cada aula que disponía, unas metodologías muy buenas por parte de los profesores... Era un sitio agradable y cómodo para estudiar.

Lo era.

Cada vez que lo recuerdo, es como si fuese un nuevo motivo para desear mi propia desaparición en el mundo. Porque no todo es de color rosa y arcoíris en la vida. Siempre hay un momento clave sorpresa que vamos a llegar a experimentar de la peor manera posible.

Química de laboratorio. Algo con lo que he soñado desde que era una enana, y de ahí mi afición por las clases de experimentación con el señor Ignacio. Me lo pasaba demasiado bien viendo como Olga mezclaba cosas súper raras y siempre la liaba de una manera u otra.

El timbre de la primera hora dio comienzo a la clase de Literatura para solo quedar minutos para la siguiente asignatura, que se trataba de nada más y nada menos que de Química. La Generación del 27, Antonio Machado, Lope de Vega, Bécquer... Podía pasarme horas escuchando las biografías de cada una de ellos sin aburrirme ni un segundo. Me gustaba. Adoraba también a menudo la poesía, no la solía leer con frecuencia pero sí que me he perdido por la biblioteca de mi barrio horas y horas indagando en cada uno de los lomos que sobresalían de las estanterías.

Olga se encontraba tumbada al lado de mí en su mesa, dormida, como era de costumbre en el día a día de ella. Seguramente la noche anterior se quedó ligando por Instagram con algún subnormal de turno que siempre le promete mucho en palabras pero luego nadie nunca la consigue querer como es debido. Si tuviera que relatar la de veces que Olga lo ha pasado mal por culpa de algún que otro gilipollas..., el documento del Word me eliminaba el manuscrito de esta historia para dedicarle uno exclusivamente a ella.

Sentí una vibración en la mesa. Olga se despertó. Su móvil mostró el fondo de pantalla del actor Tom Holland jugando al baloncesto. Le habían mandado un mensaje.

Menuda guarra que está hecha.

Contestó con diversa alegría y volvió a tumbarse como lo estaba haciendo antes, pero su profundo sueño se vio interrumpido inesperadamente:

—Señorita Olga, ¿puede decirme cómo se llamaba el fiel amigo y escudero de Don Quijote de la Mancha? —dijo el profesor, Ignacio, cruzándose de brazos mientras que el proyector iluminaba las tristes canas que le quedaban en su flequillo bien peinado.

Aquello que dejamos a mediasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora