De Canarias a los sueños

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PRIMERA PARTE: 2015

Hacía una semana que las lluvias no cesaban. A mí me encantaba y no me quejaba, pero mi familia no paraba de dar la tabarra en el grupo de WhatsApp. Mi abuela siempre decía que no parecía canaria. Que era como una excepción al prototipo de canario de las islas. Nunca me ofendió, porque la señora tenía razón. No tenía ni una pizca de canaria. Solo el acento, pero no era tan marcado como el del resto de mi familia o amigos. Pedro siempre decía que él, que no había nacido en la isla, era más canario que yo. Y él, al igual que mi abuela, también tenía razón.

Podía ser de allí pero no lo parecía. Y en los próximos años, mis raíces se distorsionarían. Porque mi vida estaba a punto de cambiar. O eso pensé en cuanto vi que mi vuelo no se había cancelado por la lluvia. Me mudaba a Londres con catorce años. Una locura sí, pero una de las mejores escuelas de ballet estaba allí y yo tenía una beca. Una que no dudé en aceptar. Mi tía vivía en la ciudad, así que los fines de semana, cuando todos los alumnos se marchaban a sus casas, estaría con ella. Al principio mis padres dudaron, pero al ver mi ilusión y lo importante que sería para mi carrera, acabaron cediendo. Siempre y cuando pasara los veranos y alguna Navidad con ellos. Porque ellos no podían venir desde la isla hasta la ciudad inglesa. Éramos cinco hermanos, los vuelos salían por un ojo de la cara. Y nunca pensaron en venir ellos dos solos, porque sería un total caos dejarlos solos o cargo de otra persona.

Miré a Aimar, mi hermano mayor. El mayor de los cinco. Este estaba mirando atentamente las enormes pantallas con todos los destinos que habían cancelado o pospuesto por la lluvia. Que no era para tanto, pero bueno. Los vuelos a península estaban aun en pie. Como el mío, que haría una escala en Madrid. Aunque aquí hubiese vuelos directos hasta la ciudad inglesa, la escuela quiso que todos los estudiantes españoles, que solo éramos cinco, viajáramos desde la capital hasta su escuela.

Mi hermano también me miró. Era con el que mejor me llevaba, los demás...prefería no comentar. Aimar era el primogénito, el que estaba destinado a seguir con el bar de la familia. Alto, rubio, atlético y de ojos cafés, tenía a muchas chicas del barrio detrás. Y desde que empezó a trabajar, comenzó a ser el yerno ideal para cualquier chica del barrio.

-¿Estás nerviosa? - preguntó y negué levemente con la cabeza.

No estaba nerviosa. No tenía por qué estarlo. Los que sí estaban nerviosos eran mis padres, quienes estaban detrás nuestro charlando con mi abuela por teléfono. No había venido, se quedó en casa con mis hermanos menores, Donatella y Elías. Una de las curiosidades de la familia es que nuestros nombres iban por orden alfabético. Empezando por Aimar, el rubio de mi lado. Siguiendo por Belinda, con quien no me llevaba tanto. Era la segunda de mis hermanos. La primera chica y la que había heredado todo el mal genio de mi madre. Morena, de ojos miel y completamente opuesta a Aimar en todo el físico. Cualquiera que les viera, diría que no parecían hermanos. Hasta que empezaban a discutir. Como hacían siempre.

Luego de ella llegaba yo. En mi origen era una chica de cabellera castaña clara, una mezcla de las de mis hermanos mayores. Pero me teñí de negro no hacía mucho. Combinaba más con el bronceado de mi piel y mis ojos claros, iguales a los de mi hermano.

Por ultimo estaban mis hermanos menores, los mellizos. Donatella y Elías. Ambos rubios oscuros, con los ojos miel y unas maliciosas sonrisas. Siempre andaban en trastadas por la isla. Se les conocía por ser unos bichos y ser hijos de los Pedrosa.

Oímos a nuestros progenitores llamarnos, como no, a voces. Como si fuéramos cabras o algo por el estilo. Nos giramos mirando hacia ellos - que estaban al lado de la cola para embarcar - y caminamos hasta allí.

-¿Belinda? - pregunté al no ver a mi hermana, quien también había venido solo para no tener que hacerse cargo de los pequeños de la familia.

Justo antes de que mi padre respondiese, la antes nombrada llegó corriendo hacia nosotros. Con la respiración acelerada, pero con unos tacones de infarto a pesar de las horas que eran. Teniendo diecisiete años recién cumplidos, estaba viviendo su vida al límite. O eso decía mi madre siempre que le echaba bronca por volver siempre a altas horas de la madrugada.

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