17. ¡Apa-yupu-dapa!

1K 149 7
                                    


KEVIN

De seguro se estarán preguntando: "Kevin, ¿a qué te refieres con que te secuestraron? ¿Literalmente te amarraron en contra de tu voluntad y te encerraron en un sitio recóndito? ¿O es solo una jerga sadomasoquista que usas para referirse a uno de tus juegos pasionales con Olivia?"

Pues, queridos lectores, por más que me hubiese encantado presumir lo sexualmente activo que estaba en aquellos días después de una prolongada sequía, lamento informarles que la respuesta correcta es: sí, fui raptado, esposado y encadenado, y desafortunadamente ninguno de los elementos de amarre estaban hechos de cuero o látex.

Para serles sincero, ni yo comprendo muy bien cómo pasó. Recuerdo haber aterrizado junto a Olivia en el aeropuerto londinense y subido al primer taxi que se asomó a nosotros. Era la primera vez que visitaba aquella ciudad, por lo que me resultaba casi imposible descifrar que el conductor había tomado una vía no convencional. En cierto momento, Olivia espió la hora en su móvil y descubrió que llevábamos más de cuarenta minutos de viaje, pero dedujimos que podría tratarse de un simple retraso a causa de un embotellamiento o rutas cortadas, nada anormal para un centro urbano tan concurrido.

Pero cuando el olor a pescado se infiltró por las ventanillas y el paisaje metropolitano fue abriendo paso al mar, concluimos que algo estaba fuera de lugar.

─Creo que nos equivocamos de dirección ─le dije al chofer.

Este solo me correspondió la mirada a través del retrovisor y pisó el acelerador para seguir corriendo por la ruta. Nos estábamos asomando cada vez más a lo que parecía ser un puerto, y temí que si no dábamos una repentina frenada, acabaríamos brincando de un chapuzón al agua.

Mi alma retornó a mi cuerpo ni bien el carro estacionó frente a un muelle, pero se fugó nuevamente cuando una bolsa de tela negra cayó sobre mi cabeza y me cubrió hasta el cuello. Escuché el grito de Olivia. Al parecer, a ella la habían atrapado también. Quise socorrerla, pero alguien me encadenó las manos por detrás de mi espalda y me dio un empujón para que caminara hacia donde se me indicaba.

Me concentré en lo único que podía ver: el color de la tela.

Negro, negro, negro.

Negro como el cabello de Nadia.

Negro como las tostadas quemadas que hacía mi madre para los desayunos de domingo.

Negro como el vello púbico de Manu que relucía en sus clases de yoga nudista.

Mejor pienso en otra cosa.

Unas manos gigantescas se aferraron a mis hombros y me tiraron cuesta abajo. Mi trasero cayó sobre algo mullido, y supliqué que no fuera un animal muerto. Inmediatamente me quitaron la bolsa negra, delatando a los dos sinvergüenza que nos condujeron a ese asqueroso y miserable...

¿Yate de lujo?

Estábamos en el interior de una acogedora sala flotante de tintes cálidos y una envidiable vista al mar. Para mi alivio, descubrí que estaba sentado en un sofá blanco de pana y no sobre los restos de una vaca. El piso de madera lubricada estaba manchado por las huellas de barro de mis zapatillas, y me sentí maleducado por no habérmelas quitado antes de entrar. Luego recordé que fui impulsado adentro a la fuerza y se me pasó la culpa.

─Olivia Gómez ─dijo uno de los dos hombres─. Un piacere rivederti.

─¡¿Los conoces?! ─susurré en dirección a mi acompañante.

En principio, ella negó con la cabeza, pero tras inspeccionar los rostros de los dos hombres que la observaban con una complacencia indiscreta, tomó una bocanada de aire y la tragó.

Así son las cosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora