5. Indirectas bien directas

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KEVIN

Las primeras semanas de clases fueron bastante ligeras porque ni Katia ni yo leímos un gramo del material de estudio. Destinamos la mayor parte del tiempo jugando a la playstation o viendo series.

Devoré Breaking Bad en tres días, Death Note en dos, y -permítanme presumir mi mayor récord- las veinte temporadas de la Ley y el Orden UVE en un mes. Se preguntarán cómo sobreviví tantas horas seguidas frente a una pantalla. Simple, con jaqueca y una miopía que escaló 0.75 puntos de aumento. Terminé con un total de 4.5 y sin mis lentes ya no podía ver ni mi futuro.

Recién el día que empezamos a contar monedas para comprar una sopa instantánea, llegamos a la conclusión de que debíamos invertir esas horas extra en algo más productivo: trabajando.

Conseguir empleo fue bastante fácil. Mi lema siempre fue: "Lo mejor llega cuando menos lo buscas" y esta no fue la excepción.

Pésimo mensaje le estás dejando a los lectores. Pésimo.

¿Acaso debo mentir?

Sucedió gracias a Meón. Para evitar que siguiera regando mis macetas, comencé a llevarlo al parque, y un día se me acercó una anciana encorvada con su pequeño Poodle a preguntarme cuánto cobraba por paseo.

─No soy paseador ─aclaré entre risas, pues su ingenuidad me parecía de lo más adorable.

─¿Trabaja, jovencito? ─rebatió con una mirada áspera.

─No, pero...

─Está decidido, entonces. Paseará a Pastelito dos veces por día: mañana y noche. Horario a su elección. El paseo durará una hora y cobrará por el mismo cinco dólares.

─¿Dólares? Pero si estamos en Latinoamérica.

─Créame, jovencito, con esta economía, es mejor ganar en dólares. Yo tengo muchos, usted no tiene nada. Yo probablemente fallezca antes de poder gastarlo todo, y usted tiene toda una vida por delante para derrocharlo. ¿Trato hecho?

Comencé a pasear a Pastelito al día siguiente. El pequeño parecía una dulzura a primera vista, pero resultó ser una criatura con diez kilos de pura bestialidad. Me gruñía cuando me inclinaba a recoger su excremento, le ladraba a cualquier perro que se aproximaba y mordía a Meón, un perro del doble de su tamaño y con la mitad de valentía.

Con el tiempo, comencé a aumentar la clientela. A los paseos se sumaron Coco, Malú, Paloma (¿quién le ponía a un animal el nombre de otro animal?), Snoop Dog (¿por qué lo nombraban como un cantante?), Trump (me rindo) y Nina.

Creí que lo mejor de este nuevo trabajo sería ahorrar lo suficiente para viajar de mochilero por Europa. Era un plan que tenía en mente hacía años. Katia también, aunque su destino era el sur de Asia. Nuestra idea era tomar un avión a España y allí separar caminos por primera vez en nuestras vidas. Nos queríamos mucho, indudablemente, pero haber compartido familia, escuela y amigos desde que tenemos memoria nos distrajo por completo de la búsqueda de nuestras identidades individuales.

Sin embargo, sucedió algo que me descolocó de todos mis proyectos y fue por culpa de -o gracias a- este trabajo.

Una mañana en el parque, entre que intentaba desenredarme de las correas que me envolvían como a una momia, vi a una chica pasando por un inconveniente similar al mío: estaba persiguiendo a su perra, que había cazado una pequeña ave marrón. La criatura aleteaba desesperada entre los filosos dientes, mientras el can trotaba en círculos alrededor de su dueña hasta marearla.

─¡Kaira! ─gritaba entre sus fallidos intentos de atraparla.

Me pareció el momento ideal para hacerse pasar por héroe.

Así son las cosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora