KATIA
«No quiero, pero debo», fue la frase que repetí en mi mente durante las cinco horas de viaje en autobús hacia mi desolado pueblo natal. Sabía a lo que me enfrentaría una vez que llegara: un padre decepcionado, una madre consternada y dos mil vecinos asomando sus entrometidas narices por las ventanas de mi casa. La familia Grande tendría que salir a aclarar la situación como un par de abogados dando declaraciones tras un juicio. Porque eso era lo que yo representaría de allí en más, una chica que cometió el peor de los delitos: no madurar.
Bueno, eso y beber alcohol hasta por los codos.
«No quiero, pero debo», fue lo que quise contestarle a Walter, mi padre, cuando me recogió de la estación y pidió que cubriera mi asiento con una funda para no ensuciar su automóvil de último modelo. No extrañaba en absoluto sus mañas de ricachón, y menos aún que no compartiera ninguno de esos lujos conmigo.
«No quiero, pero debo», fue lo que pensé cuando mi madre me preguntó si quería descansar en mi antiguo dormitorio. Me hacía falta una buena siesta, pero mis piernas se rehusaban a entrar a aquella habitación. Miré las paredes color verde menta, la cama y su acolchado floreado, el escritorio blanco que me habían comprado para que tuviese un espacio adecuado donde hacer los deberes escolares que nunca tocaba, las flores de plástico que lo adornaban, mi armario vacío y el hueco rectangular que antes llenaba el televisor que llevé conmigo a la ciudad.
También había una biblioteca repleta de libros que jamás leí. Mi padre solía comprarme colecciones completas de poesía y novelas policiales clásicas. Me había conseguido todas las obras de Agatha Christie e insistió que leyera y releyera las aventuras de Sherlock Holmes, pero no le hice caso.
Corriendo el riesgo de perjudicar mi reputación frente a los lectores, debo admitir que no me gustaba leer. Cuando te ves forzada a devorar tres libros en una semana y llenan tu biblioteca de obras incomprensibles, es casi imposible tomarle el gusto a esta actividad. ¿Cómo se puede disfrutar de algo que te imponen a toda costa?
Tiré mis maletas en un rincón y salí al corredor. Mi hermana de dieciséis años, Casandra, pasó a mi lado con los auriculares puestos y ni siquiera me miró.
─Hola, ¿no? ─le reclamé, pero ella siguió en marcha tartamudeando una canción y, acto seguido, se encerró en el tocador─. Es un gusto verte a ti también.
Seguí mi camino hasta el pasillo, donde estaba la habitación de la más pequeña de la familia, Becca. La encontré sentada en su cama, manipulando unos dispositivos metálicos.
─¿Qué haces? ─pregunté y me acomodé junto a ella.
─Deberes de física.
─¿Ya tienes esa materia en cuarto grado?
─No, papá me inscribió en un curso avanzado.
─Ya veo...
Era típico de Walter Grande explotar cuanto más el potencial de sus hijos y escurrir hasta su última gota de sudor.
─Cambiaste un par de cosas aquí ─agregué al echarle un vistazo alrededor─. Quitaste tus peluches del estante y pusiste esas lámparas medio raras...
─Son lámparas de lava.
─Ajá. ¿Y dónde quedó el castillo de Lego que construiste?
─Lo desarmé. Ese juego es para niños de ocho años.
─Pero tú tienes nueve.
─Exacto.
Seguí explorando las transformaciones del lugar y, entre ellas, distinguí una estatuilla de un hada sobre el escritorio. Era una de las tantas figuras de colección que yo había conseguido cuando tenía la edad de mi hermanita. Atesoraba esos objetos como si valieran oro; de hecho, no quise llevarlos conmigo a la ciudad por miedo a estropearlos.
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Así son las cosas
Teen FictionKevin y Katia están atrapados en una historia de Wattpad y deben sobrevivir bajo la mirada de una escritora que no tiene ni una pizca de empatía o piedad. *** Los mellizos Kevin y Katia nunca fueron los más agasajados, ni los más talentosos, tampoc...