2. Reencuentros inesperados

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KATIA

Por razones obvias, Kevin y yo tuvimos que inscribirnos en una universidad pública. Decidimos estudiar Ciencias de la Comunicación porque la vaga de nuestra autora también se especializó en esta carrera y no quiere investigar sobre otras.

Tengo muchas responsabilidades además de sentarme a escribir. Si tanto les molesta, puedo abandonar este papel en blanco y dejarlos sin futuro.

De acuerdo, de acuerdo. No te enojes.

Ya en el primer día de clases, dimos por hecho que estábamos atrasados. Nos encontramos rodeados de veinteañeros a la expectativa de la llegada del docente, algunos de ellos ya habían comprado los apuntes de la materia y otros pocos se presentaron con los textos memorizados. ¿Acaso no habían tenido nada mejor que hacer durante el verano?

La clase empezó con una retahíla de palabras incomprensibles y nombres de autores impronunciables. Las lapiceras corrían sobre el papel a toda velocidad. Yo, en cambio, garabateaba para simular que tenía todo en claro.

─Estupenda obra de arte ─me susurró alguien por detrás al echarle un vistazo al mazacote de líneas disparatadas que había formado en el extremo de la hoja─. ¿Qué es?

─No sé. ¿Una bola de pelos? ─le respondí, manteniéndome de espaldas.

─Cómo no se me había ocurrido.

─¡Silencio, por favor! ─exigió el profesor, pausando así la charla que pudo haberse convertido en lo único entretenido de su clase.

Cuando se volteó nuevamente a la pizarra, aproveché para girar también hacia la persona que estaba hablándome. Me llevé una sorpresa al descubrir que era, nada más ni nada menos, que el mismísimo chico que había aparecido desnudo en mi fiesta.

En esta oportunidad, pude apreciar sus facciones que la ebriedad de aquella noche no me había permitido distinguir: mejillas hundidas, mandíbula ancha, nariz respingada, labios delgados y ojos color café. Además, cargaba unos rulos gigantes y desenvueltos que congeniaban bien con su rostro afinado.

Cuando sonó el timbre, dando fin a la clase, se puso de pie y sacó a relucir su metro ochenta y tanto de altura. Para alguien de mediana estatura como yo, mirarlo implicaba correr el riesgo de contracturarse el cuello.

─Tú eres el de la fiesta. Manu, ¿cierto? ─le pregunté al salir del aula.

─¿De qué fiesta hablás? ─replicó con un notable acento argentino.

─La que hice en mi casa.

─Aunque no lo creas, no sé quién sos ni dónde vivís.

─La fiesta en las afueras de la ciudad.

─¿Podés ser más específica?

─Donde te presentaste desnudo frente a mi madre y te cubriste la entrepierna con una almohada de My Little Pony. Si esa descripción no te ayuda a hacer memoria, no sé qué más lo hará.

Se detuvo por un momento en el pasillo, pensativo, y yo esperé junto a él hasta que me respondió:

─¿Me creerías si te dijera que no es la primera vez que hago eso?

─¡Oh, vamos!

El chico procedió a reírse ante mi enfado.

─Chiste, chiste. Te vas a tener que acostumbrar si seremos compañeros de la desgraciada y enajenadora experiencia llamada "universidad".

Seguimos marchando a la par. De acuerdo a lo que conversamos luego, ambos compartíamos el mismo cronograma de estudios, y lo siguiente en nuestra agenda era un receso de media hora que decidimos aprovechar en la cafetería.

Así son las cosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora