16. ¡Por todos los santos!

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KATIA

El fin de semana pasó en un abrir y cerrar de ojos. ¡Vaya, qué frase tan cliché! Nicole, esfuérzate un poco más.

Acabo de despertar, no puedes esperar tanto de mí.

Se lo debes a los lectores.

Está bien: "El fin de semana pasó como un huracán que arrasó consigo todas las esperanzas y las ganas de vivir de los hermanos Grande". ¿Así está mejor?

Eh... mejor quedémonos con la frase anterior.

Esta vez, regresamos a la universidad con las lecturas al día, las energías recargadas y dos litros de cafeína en sangre, bajo la promesa de hacer nuestro mayor esfuerzo por no volver a fallar. Ingresamos a nuestra primera clase del día, Historia de los Medios de Comunicación, y nos ubicamos en la primera hilera.

Manu, al ingresar, pasó de largo sin siquiera mirar a nuestra dirección.

─¡Oye! ─exclamé y agité mi mano para que se notara mi presencia.

─¡Oh, no los reconocí estando en las bancas delanteras! ─se disculpó y se posicionó detrás nuestro─. ¿Cómo los trata el regreso a clases?

─De maravilla. ─Sonreí.

─Muy esperanzador. ─Agitó Kevin su puño con osadía.

─¿Quiénes son y qué hicieron con mis amigos?

─Buenos días. ─Se escuchó una voz familiar desde la entrada del aula que me provocó un escalofrío instantáneo─. Un gusto conocerlos. Seré el tutor suplente de ahora en adelante.

─Katy, ¿ese no es...? ─susurró mi hermano.

¡Por todos los santos! ¡Sí, lo era!

Cargaba sus cien kilos debajo de su traje gris característico, junto con un maletín de cuero a punto de explotar de tanto papelerío. Sus sesenta años quedaban al descubierto por las canas que habían invadido todo su cuero cabelludo. Me hundí en el pupitre e intenté cubrirme el rostro, pero nada fue suficiente para pasar desapercibida. Este señor podía oler el miedo a distancia.

─¡Los mellizos Grande! ¡Qué alegría verlos! ─exclamó el recién llegado con un regocijo fingido.

─Señor Santos ─respondimos a la par, sin agregar un "hola" ni una leve sonrisa cortés.

Se trataba de nuestro profesor de Historia en la preparatoria, un cincuentón gordo, petiso y maloliente. Vestía siempre el mismo traje gris, tan gris como su alma, y escondía su sonrisa malévola debajo de un mostacho. Era de aquellos hombres a los que la vida le había dado la espalda y decidió desquitarse con personas que no tenían la culpa de su miseria.

Entre ellos, estaba yo. Formaba parte de su lista negra. Años atrás, cada vez que ingresaba al aula, tomaba una tiza y me la entregaba; era señal de que debía pasar a la pizarra y responder tres preguntas, una más difícil y estúpida que la anterior: "¿A qué se dedicaba el abuelo de Lenin?", "¿Cuántas mascotas tenía Hitler?" y "¿De qué color era el calzón que llevaba puesto Napoleón Bonaparte cuando fue derrotado en la batalla de Waterloo?". Al no poder responder ninguna de ellas, quedaba congelada en mi sitio, expuesta a las burlas de mis compañeros.

«¡Burra!» gritaban aquellos que se habían aburrido de apodarme K.K Grande, y Santos no los detenía; al contrario, me cedía más tiempo para seguir haciendo el ridículo.

Un día, me citó nuevamente a la pizarra y preguntó: "¿Contra qué país fueron los bombardeos atómicos ordenados por Estados Unidos en 1945?". Por primera vez, sabía la respuesta, y volteé a escribirla con entusiasmo. Pero ni bien apoyé la tiza en el tablero, la sala se llenó de exclamaciones de asombro. Espié por sobre mi hombro a mis compañeros y los encontré boquiabiertos, clavando sus miradas en mi trasero. Tanteé mi falda blanca y sentí que estaba humedecida. Mi cabeza giró cual exorcizada para echarle un vistazo; entonces, vi lo que había llamado tanto la atención: un gran círculo rojo se estaba expandiendo sobre la tela.

Así son las cosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora