La habitación era pequeña y el pasillo muy oscuro; al cruzarlo podías llegar a la sala con facilidad. Ésta siendo todo lo contrario, estaba tan iluminada que te impedía ver por unos cuantos segundos.
No se sentía como mi hogar, el mismo aire te hacía notar que eras una intrusa. Tumbada en el mueble una vez más junto a Susana y Beto, esperando que la cinta llegase al inicio, para al fin poder ver al Rey León, por centésima vez. Un cojín y un biberón en vez de canguil. Película y compañía, bastaba para hacer mi tarde muy amena mientras esperaba a mi madre.
Las personas dicen que no puedes guardar recuerdos de muy temprana edad, pero yo guardo este y muchos más, de la edad de entre uno y cuatro años. Mi mamá era muy hermosa, su cabello largo y con ondas; color café claro. Usaba un cerquillo que la hacía lucir muy bien, aunque el propósito era cubrir la cicatriz que llevaba en su frente, por un accidente ocurrido de niña.
En esa casa habitaban muchas otras personas, pero siempre se sintió como si fuésemos las dos contra el mundo. Nos teníamos la una a la otra. En una navidad mi mamá nombró a mi papá, dijo que el había hablado con Papá Noel, y Papá Noel con Dios. Esto para que llegase el regalo que tenía en mis manos.
Mis noches eran jugando sola, mientras mi mamá dormía. - Mami, tómate está colita, no te duermas - mencioné a mi madre un poco decepcionada. - No estoy dormida- dijo mientras fingía sorber del envase de una coca cola miniatura.
Recuerdo un tiempo después estar guardando mis juguetes en cartones, nos íbamos a un lugar desconocido. Pero no podría llevarme muchas cosas. Al parecer era posible que regresemos. No recuerdo tantos detalles del viaje, pero si el sentimiento de angustia.
- "Parece una selva", pensé. ¿Qué lugar es este, y porque tuvimos que venir aquí?
De pronto, el sonido ensordecedor del ladrido de dos perros; a medida que nos acercamos a esa pequeña casa oculta entre árboles gigantes.
Era una casa muy modesta, ya no había la posibilidad de ver una película; ya que ni siquiera había electricidad.
Seis de la tarde era la hora de entrar a casa y presurosos todos corrían a cerrar las ventanas. Y antes de que se esfumase el último rayo de sol, encendían unas rústicas lámparas fabricadas en recipientes de metal de algún químico, un mechón de tela y en su interior; Querosén. La casa era tan oscura, que al encender una de éstas, bastaba para iluminar toda la casa.
Tan solo tenía cuatro años, cuando mi padre llegó borracho a casa. Mi madre y yo estábamos encerradas en uno de los cuartos, mientras con todas nuestras fuerzas tratábamos de evitar que él ingresé y nos lastime. Ha pasado un par de horas, parece que se durmió.
- Elizabeth, vaya dónde su papá. Háblele, dígale que no nos haga nada malo. Tu papá te quiere mucho, eres la única que puede hacer que se calme. - Parecía ser la salvación de mi madre. Con gran temor, me acerqué a la hamaca dónde mi padre dormía y con voz baja le dije: - ¿Papito, estás dormido.? Y él respondió: - No se asuste. Venga, acuéstese conmigo.
Parecía ser el fin de esta pesadilla, era como si esa monstruosa bestia que hace poco gritaba y golpeaba la puerta, se hubiese esfumado, o al menos así pensé en ese momento.
Sin saber que el infierno apenas iniciaría.
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