Capítulo 24

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El tiempo de recuperación fue largo y doloroso. Muy doloroso. Algunas cosas mejoraron y otras permanecieron igual; como la pérdida de memoria de poco más de tres años y las cicatrices en su cuerpo.

Ella rozó con su dedo una de las cicatrices en el costado. Había perdido un riñón y esa era una de las cicatrices más grande que había quedado en su cuerpo.

Pasaron meses antes de poder caminar normal otra vez.

Ese día se cumplían diez meses desde el accidente y poco menos desde que empezó con la terapia física y psicológica.

Se sentía cómoda al decir que la terapia física había funcionado de maravilla. Después de todo, podía ver y sentir el progreso, pero la mental, la mental era mucho más complicada. Tenía días buenos y días malos.

Este día era uno de los malos.

Un día de los que se miraba como lo estaba haciendo en ese momento: de pie frente al espejo de cuerpo completo, solo con un juego de ropa interior, estudiando -no por primera vez- cada huella que había quedado en su cuerpo.

No podía negar los lados positivos de la terapia, como volver a conocer a sus hijos, conocer la vida que había formado en Nueva York y aprender a vivirla. Pero en días como este se miraba en el espejo y no se reconocía. Se sentía como si estuviera viviendo en el cuerpo de alguien más, una extraña, y, sinceramente, odiaba esa sensación. Odiaba las cicatrices, el color de pelo, la mirada pérdida...

Ella se dio vuelta sobre los talones y caminó con urgencia hasta el cuarto de baño, se agachó frente del lavamanos y buscó en las cajas hasta encontrar una tijera. Se miró el rostro en el espejo y se peinó el cabello rubio y largo con los dedos antes de agarrar un mechón en un puño y cortarlo.

Dos horas más tarde salió del baño y caminó hacia la cocina por algo de beber. Elena debía estar llegando con los niños en menos de diez minutos.

Se sirvió un vaso de agua y se acercó a la ventana cuando escuchó el ruido de la puerta de un auto cerrarse. Elena había salido del asiento trasero, el hombre que reconoció como Aldo también salió y luego otra mujer emergió del asiento delantero. La respiración de Ella se entrecortó y sostuvo el vaso con fuerza.

Reconocía a aquella mujer. Era Constance Isles.

La conoció pronto tras llegar a su apartamento por primera vez, después de que le dieran de alta. Tenía revistas de Ciao por todos lados, recortes de otras revistas e incluso de periódicos, además de muchas fotos donde la mujer aparecía con los niños, sola, e incluso con ella. Le avergonzaba admitir el tiempo que había pasado mirando aquellas fotos, intentando a toda costa que su cerebro decidiera, por algún milagro, recordar algo. No sería la primera vez que recordara algún acontecimiento por muy pequeño que fuera, aunque era muy raro.

Eran cosas que hacía sin pensar, en su mayoría. Su hermana se dio cuenta por primera vez cuando pidió el sabor de helado favorito de Maura. También había números de teléfonos que tenía memorizados, pero no reconocía. Un día intentó llamar uno y terminó hablando con una asistente en Vogue. Resultó frustrante poder recordar cosas tan insignificantes, pero no la muerte de sus padres, los cumpleaños de sus hijos o a la mujer con la que supuestamente había pasado días enteros por casi dos años.

No era la primera vez que veía a Constance de lejos. Podría salir en aquel momento y enfrentarla cara a cara, pero ¿qué podría decirle? ¿Qué le iba a reprochar cuando solo conocía su nombre?

Ella apoyó la frente en el cristal de la ventana y observó cómo Constance le sonreía a Maura al ayudarla a bajar del auto y la tomó de la mano para dar la vuelta hasta la parte trasera. Constance sacó una pequeña mochila del maletero y se la entregó antes de ponerse en cuclillas para que Maura pudiera abrazarla.

Extrañas por NaturalezaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora