Capítulo 12

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A Lucio no le costó mucho acostumbrarse al nuevo puesto. Pasaba la mayor parte del día en el primer piso del hospital, los consultorios se hallaban allí, contando de los ascensores y recorriendo un largo pasillo se encontraban dispuestos más o menos, de la siguiente manera: odontología, oftalmología, pediatría, dermatología y así hasta llegar al último que era cardiología. Todas las puertas estaban orientadas del mismo modo, en frente había una pared vidriada y una zona de sillas para que los pacientes pudiesen esperar.

Los médicos llamaban a sus pacientes desde dentro del consultorio, por un altavoz, pero no Lucio, él prefería salir al pasillo y nombrarlos. Todavía no conocía a muchas personas y eso le daba la oportunidad de intercambiar, aunque más no fuera, un saludo cordial con alguien. Por otra parte, su oído se había acostumbrado a identificar los pasos de algunas personas o, mejor dicho, de una persona en particular y eso lo llevaba a demorarse más de la cuenta en la puerta del consultorio.

Cuando escuchaba el sonido de los pasos de la cardióloga siempre esperaba a que pasara por frente de su consultorio. Uno pensaría que la pisada de la doctora era como la de un elefante, pero no era así. Lucio se había sorprendido el día que había visto a Julia atravesar el pasillo y luego, cuando descubrió que era la nueva jefa de cardiología se había alegrado por los dos. Por un lado, la consideraba una persona muy capaz y por otro, lo alegraba tener a alguien conocido en la ciudad. El único problema que parecía haber era que ella no le dedicaba ni la más insignificante mirada.

Por ahora se conformaba con verla pasar, era lo único que tenía. Ella nunca se giraba a mirarlo, de hecho, no miraba a nadie. La mayoría de las veces caminaba con la mirada fija en alguna historia clínica mientras sus dos residentes le seguían el paso uno a cada lado. Nunca cruzaba el pasillo hasta su consultorio sin interrupción, siempre había alguna persona, por lo general abuelos, que la detenían para agradecerle y entregarle algún presente. En esos momentos ella dejaba lo que estaba haciendo y se dedicaba exclusivamente a su interlocutor, mientras entregaba carpetas o lo que tuviera en las manos a sus residentes.

Con sus pacientes era pura sonrisas y palabras amables. Se decía que con sus residentes era exigente y tirana, ni hablar en el quirófano, donde todo el mundo debía funcionar al igual que las piezas de un reloj suizo y el resto no entraban en su campo de importancia. Lucio entraba en ese resto, pero no permitiría que la situación continuará así por mucho tiempo.

Con la planilla de los pacientes de ese día, Lucio abrió la puerta del consultorio y nombró en voz fuerte y clara

─Rosa Garay─. Esperó─. Rosa Garay ─volvió a nombrar. Vio a una anciana ponerse de pie e indicarle con una señal de la mano que la esperara.

No lo podía creer, los abuelos hacían lo que querían en aquel hospital. Volvió a mirar la lista de pacientes solo para comprobar que no había atendido ni siquiera a la mitad. Y todavía faltaban las urgencias de la tarde, cuando mujeres de distintas edades llegarían a emergencia por simples erupciones. ¿Valdrá la pena? El sonido de unos zapatos de taco lo obligó a levantar la vista.

Allí estaba ella. La abuela que lo hacía esperar se interpuso en el camino de la cardióloga para charlar con ella y hacerle entrega de una tarta. Ella le sonreía agradecida mientras le tendía los documentos que iba leyendo a uno de sus residentes y recibía el obsequio con ambas manos como si se tratara de algo preciado. Otros abuelos se animaron y también se acercaron a saludarla y a comentarle síntomas.

─Lo siento, deben pedir cita para que los pueda atender como corresponde. Muchas gracias, Rosa ─dijo mientras se alejaba caminado hacia atrás y levantaba la tarta.

Él se quedó mirándola, siempre que ella pasaba se quedaba observándola, la mayoría de las veces sin disimulo, solo para comprobar que ella no notaba su existencia.

Por favor, déjame enamorarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora