Capítulo 40

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Julia pasó la semana buscando un hueco en la resistencia de Lucio y así poder disculparse. Las palabras que él había pronunciado la última vez se amarraron a su mente y no podía dejar de pensarlas. Se sentía culpable por no haber confiado en él, por haberlo dejado al margen y porque sabía que lo estaba haciendo sufrir.

Aun así, él se negaba a escucharla.

Todo el hospital la veía pasar de un consultorio al otro, buscando la manera de llamar su atención, a veces con un café, otras veces con alguna porción de torta y siempre, con todo de vuelta.

―No te entiendo, Julia ―reconoció Lucio una de las tantas veces que ella se acercó a intentar hablar con él―. No te gustaba ser la comidilla del hospital cuando yo quería ser tu novio. Ahora que ya no hay nada, me persigues a pesar de que todo el mundo habla de nosotros y te puedo asegurar que nada bueno.

―No pido más que una oportunidad para explicarte lo que ocurrió.

―¿Por qué debería darte una oportunidad cuando tú no me la diste a mí?

La pregunta de Lucio marcó una realidad que Julia no quería ver. Durante todo el tiempo lo había querido cerca, pero no lo había dejado formar parte de su vida.

La semana anterior, al verlo en la casa de Nur, un rayo de esperanza se había apoderado de ella. En ese momento se había permitido pensar que él le daría la oportunidad de explicarle lo ocurrido. Toda ilusión se fue disipando en el transcurso de la semana y el jueves por la tarde, Julia abandonó su consultorio con la certeza de que él jamás la perdonaría.

Le dolía saber que había tenido la oportunidad de ser feliz y no la supo aprovechar, pero, sobre todo, le dolía saber que había tenido el amor de un buen hombre y no había sabido cómo cuidarlo. Cuando entró al ascensor y la puerta se cerró, cubrió su rostro al sentir que ya no podía contener el llanto.

Luego de una semana de insistencia, Vicente consiguió que Valentina se decidiera a pasar el fin de semana juntos. Él sabía que para ella resultaba difícil enfrentar a su madre, pero ya no quería ni podía continuar con el jueguito que Valentina les había impuesto. El viernes por la tarde, cuando pasó a buscarla, no pudo evitar que una sonrisa se le dibujara en el rostro al verla salir del edificio con una mochila y un bolsito. Parecía una niña que va de campamento. Como era costumbre, salió del auto, la saludó con un beso en los labios y le abrió la puerta del acompañante.

―¿No piensas que traes demasiadas cosas para lo que tenemos pensado hacer? ―preguntó cuando los dos estuvieron dentro del auto.

―¿Tú crees?

―No lo sé. Tal vez sea muy básico de mi parte suponer que pasaríamos la mayor parte del tiempo en la cama ―contestó y al instante se sintió avergonzado al imaginar que ella podría querer salir al cine o a pasear―. En realidad, podemos hacer lo que tú quieras.

―Amor ―habló ella con una sonrisa mientras le acariciaba una rodilla―, son cosas que dejaré en tu departamento. Por lo que dijiste la última vez, ¿recuerdas?

―Claro que lo recuerdo ―respondió sonriente y la besó.

El sábado por la tarde, Vicente no podía estar más satisfecho con su vida. Desde que habían llegado a su departamento, el día anterior, Valentina lo hacía vivir un sueño. Lo tenía fascinado con su charla, sus ocurrencias, su forma de besarlo y de amarlo.

En ese momento, mientras preparaba algo para comer, la veía remolonear boca abajo en el sofá, vestida con una de sus remeras que, si bien le quedaba grande, ella se las arreglaba para dejar a la vista parte del trasero. Definitivamente, la época de la vergüenza había desaparecido.

Por favor, déjame enamorarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora