Mal sentada, durmiendo con la cabeza colgando, la boca abierta y los ojos hinchados, Julia viajaba en el micro que la llevaba de vuelta a la ciudad de Buenos Aires.
Cuando Mauricio se fue, supo que lo último que podía hacer era quedarse esperándolo hasta la mañana siguiente. Miró las llaves y las dejó donde estaban. Bajó las escaleras y fue a guardar sus cosas. No podía escribirle a su madre, a su primo o a alguno de sus amigos para que la fueran a buscar, les había mentido, no podía pedirles ayuda ahora.
Tardó media hora en conseguir un taxi que la fuera a buscar al medio del campo a las dos de la mañana. Pero lo consiguió. Cuando subió al auto le temblaban las piernas por los nervios de pensar que Mauricio se podría arrepentir y volver en cualquier momento, impidiéndole regresar a su casa. A pesar de que no había ocurrido, las piernas le seguían temblando y el nudo en la garganta le impedía hablar.
―¿A dónde vamos? ―preguntó el conductor.
―Quiero ir a la terminal de micros. A la de la ciudad más cercana.
―Estamos a quince minutos de la terminal de la ciudad, le va a salir caro ir hasta la ciudad vecina.
―No importa. ―La voz se le quebró y enseguida dibujó una sonrisa que el conductor pudo ver por el espejo retrovisor junto con la mirada vidriosa.
―¿Se encuentra bien?
―Sí. Ahora estoy bien. ―Instintivamente miró hacia atrás.
Viajaron en silencio y cuando llegaron a la terminal, el chofer apagó el motor de su auto y bajó con Julia, ella le pagó lo que le debía y se despidió.
―Vamos, la acompaño.
―No, muchas gracias, pero no hace falta.
―Señorita, tengo hijas y si alguna vez, alguna de ellas tiene miedo y no estoy para cuidarla, espero que alguien la acompañe. Creo que lo mismo querrá su familia.
Julia se puso a llorar abrazada al desconocido que se ofrecía a cuidarla sin saber nada sobre ella. Luego de comprar el pasaje que salía en dos horas, se sentaron en un café y le contó lo que había ocurrido. Que no podía pedirle ayuda a su familia porque les había mentido, que estaba confundida que, por momentos, Mauricio era el amor de su vida y por otros lo odiaba.
―Solo le puedo decir que hable con su familia. Ellos la van a aconsejar mejor que yo, que soy un completo desconocido. Pero le puedo asegurar que, en el amor, el único miedo que debería existir es el de perder a la otra persona. Si él no la quiere ver feliz, no la escucha, no la entiende, entonces salga de ahí. ¿Tienen hijos?
―No, no tenemos hijos.
―Perfecto, no tiene nada que la una a él.
Conversaron mucho, él le dio los consejos que dijo, dará a sus hijas cuando crezcan y ella volvió a llorar. Tomaron varias tazas de café y él le recomendó unas medialunas que, según él, las vendían recién salidas del horno. Cuando se despidieron, ella le agradeció por todo.
―Le aseguro que soy yo quien se queda más tranquilo al verla subir sana y salva al micro.
Ahora, la mano de su compañero de viaje le movía el hombro hasta que por fin logró despertarla. El sonido del teléfono no dejaba dormir a nadie, excepto a ella. Se pasó el dorso de la mano por la comisura de la boca para limpiar la saliva que le estaba mojando la mejilla, se disculpó y miró la pantalla. Varias llamadas de su madre y algunos mensajes también de ella. En uno se leía: "Espero que tu aventura esté saliendo como lo esperado." Julia soltó una risa exagerada y respondió: "Mami, perdón por asustarte. Estoy volviendo a casa. Te llamo cuando llegue. En cuanto a mi aventura, sueño que sea con Romeo Santos, jajaja." Su madre enseguida respondió: "Me preocupé. Perdón, hija. Te amo."
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Por favor, déjame enamorarte
RomanceJulia es una joven cardióloga que tiene la vida solucionada. Una madre amorosa que parece olvidar que ya no es una adolescente, un empleo del que está orgullosa, a pesar de ocupar el escalón más bajo en la cadena de responsabilidades, un grupo de am...