Capítulo 20

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El sábado por la mañana el departamento de Julia se llenó de vida. Sebastián, el marido de Carla llegó con los dos pequeños, había conducido su vehículo los quinientos kilómetros que lo separaban de su esposa. Los pequeños se habían comportado de manera extraordinaria, según las palabras del padre. Ambos viajaron sentados en sus sillitas ocupando los asientos traseros, miraron dibujos y comieron galletitas durante todo el trayecto. Como consecuencia, el auto había quedado repleto de migas y chocolate por todas partes.

Carla se sentía culpable por haber dejado solo a su marido tantos días, pero él le restaba importancia. Los pequeños se pegaron a ella el resto del día y ya estaba negándose a asistir al evento de la noche cuando Ana le prohibió hacer tal cosa. Su marido había viajado con los pequeños para acompañarla; ella no podía negarse. Por lo que, a la noche, Ana fue a quedarse con los niños y el cachorro que aún no tenía nombre. El día anterior, y desestimando la invitación de Ana para que Carla y su familia se quedaran en su casa, Julia por fin había organizado la habitación de trastos e improvisado una habitación para su madre. Carla y su familia ocuparían la habitación principal y ella dormiría en el colchón inflable, en el comedor.

Por la noche se prepararon y esperaron a que Lucio pasara a recoger a Julia. Carla y su marido irían en su propio auto, pero no se podían ofrecer a llevar a nadie porque los asientos traseros estaban cubiertos de chocolate. Lucio llegó con diez minutos de antelación, por lo que, a pesar de ofrecerse a esperar abajo, fue obligado a subir. El caos que reinaba en el departamento era asombroso. Ana jugaba con los pequeños en el suelo, mientras el cachorro correteaba y tironeaba con su hocico de todo lo que se cruzaba en el camino. Carla y su marido estaban en la cocina, ella le acomodaba el cuello de la camisa mientras él le buscaba la boca con la propia haciéndola reír. Cuando apareció Julia, haciendo equilibrio sobre los zapatos desabrochados, la vio preciosa. Llevaba una de esas polleras cortas que tanto le gustaban y un top con algo de brillo que le llegaba a la cintura. Él se acercó, le dio un beso rápido en la boca y se agachó a abrocharle los zapatos.

―Estas hermosa ―dijo cuando por fin se puso de pie.

―Gracias. Tú también te ves muy bien ―respondió porque no sabía qué decir y porque era verdad, él siempre se veía bien.

―Bueno, ya, márchense que me alborotan a los niños ―ordenó Ana y cuando ya estaban por abandonar el departamento agregó― denle un beso grande a Nur de mi parte.

―Sí, mamá. Le diré a Nur todo lo que la quieres ―dijo Julia jugando a ser celosa.

Cuando por fin llegaron al bar, buscaron una mesa y pidieron algunas cervezas. Lucio esperaba a su amigo, que hacía unos días había llegado de visita.

Carla era muy buena para conversar y además de hacer un interrogatorio en torno a la vida del novio de su amiga, le contó que tenía un microemprendimiento de bolsos, carteras y zapatos ecológicos. Que con los niños estaba bastante ocupada pero que estaba más que orgullosa de su marido que hacia la parte que le correspondía. Lucio no supo cuál era esa parte hasta más tarde, cuando Julia le contó que, además de su empleo, el marido de Carla se ocupaba de los niños la mayor parte del tiempo y cuando no lo hacía, tenían una persona que se ocupaba de ellos y muchas veces de la casa también. Ninguno de los dos quería posponer su carrera y tampoco la familia. Definitivamente, eran una de las parejas más felices que Julia conocía. El bar estaba a rebosar de gente joven, por lo que en algún momento decidieron que pospondrían la conversación para otro momento.

Lucio se disculpaba constantemente por estar pendiente del teléfono, pero esperaba el mensaje de su amigo y temía que algo le hubiera ocurrido.

―No te preocupes, aquí nunca pasa nada ―lo tranquilizó Carla.

Por favor, déjame enamorarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora