Capítulo 60

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—Deposito mi confianza en vosotros para prevenir que le suceda ningún daño a su alteza... Sin dejar de pasearse por delante de las ventanas de la sala matinal,  Jimin pasó revista a los tres sirvientes alineados—. Supongo que mi marido ya les ha hablado del incidente de anoche, ¿no?

Webster, la señora Hull y Sligo asintieron; el mayordomo actuó de portavoz:

—Su alteza nos ha dado instrucciones para que no se repita el incidente, señor.

—De eso estoy seguro.

Jungkook había dejado la casa antes de que él despertara, momento que él se había ocupado de retrasar. Lo había tenido despierto hasta la madrugada. Nunca lo había visto tan insaciable. Cuando lo había despertado al amanecer, Jimin se había aplicado con entusiasmo a complacer su deseo voraz mientras pensaba, con la escasa lucidez que era capaz de conservar en esos instantes, que la razón de que se mostrara tan ávido de vida era la toma de conciencia, largo tiempo aplazada, de su condición de mortal.

Había previsto hablar con él sobre el desconcertante incidente del veneno mientras desayunaban y, al final, se había perdido el desayuno.

—No tengo intención de contradecir ninguna de las órdenes de su alteza. Debe cumplirse lo que haya establecido. Sin embargo... —Hizo una pausa y estudió los tres rostros—. ¿Me equivoco si supongo que no ha dado órdenes para su propia protección?

Se lo sugerimos, señor — respondió Webster con una mueca—, por desgracia su alteza veto la idea.

—En redondo —corroboró Sligo. Su tono dejaba claro lo que pensaba de tal decisión.

La señora Hull apretó los labios hasta convertirlos en una línea.

—Siempre ha sido extraordinariamente terco mi muchacho.

—Muy cierto. —Por el modo en que los tres lo miraban, Jimin se dio cuenta de que sólo tenía que dar la orden. Sin embargo, la situación era algo delicada; en conciencia, no podía contradecir a su marido. Miró a Webster—. ¿Cuál fue la sugerencia que su alteza rechazó?

—Le sugerí que llevara un lacayo como protección, señor.

Jimin arqueó las cejas.

—Tenemos otros hombres a nuestro servicio; por qué no ellos, alguien que no fuera un lacayo.

Webster pestañeó una sola vez.

—Ciertamente señor. Desde camareros a pinches de cocina. Y también están los mozos de cuadra —añadió Sligo.

Jimin los miró a los ojos, uno a uno.

—Muy bien, para mí tranquilidad, asegúrense de estar siempre en situación de decirme dónde se encuentra su alteza en todo momento, cuando se halle ausente de la casa. Sin embargo, no debe hacerse nada contrario a sus deseos expresos. Confío en que ha quedado claro.

—Así es, señor. —Webster hizo una reverencia—. Estoy seguro de que su alteza esperará de nosotros que hagamos todo lo posible para aliviarlos de cualquier zozobra.

—Precisamente. ¿Tienen, pues, idea de dónde está ahora?

Webster y la señora Hull negaron con la cabeza. Sligo miró el techo, se balanceó ligeramente adelante y atrás y dijo:

—Creo que el capitán está con el señor Veleta. —Bajó la cabeza y miró a Jimin—. En su alojamiento de Jermyn Street, señor.

Cuando Jimin, como los otros dos, lo miró inquisitivo, Sligo abrió los ojos como platos.

—Un chico de los establos ha tenido que salir hacia allí con un mensaje, señor —explicó.

—Entiendo... —Por primera vez desde que oliera a almendras amargas, Jimin sintió una pizca de alivio. Tenía aliados. ¿Crees que ese mozo andará todavía con el recado cuando su alteza se despida de su primo?

Diablo JeonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora