Fantasmas

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De hojas secas y musgo de flores

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De hojas secas y musgo de flores

y de frutos de animales que duermen

y de otros que están despiertos.

De la bella dama de cabellos blancos

y sangre bendita.

Sangre y luna, sangre y luna

es lo que piden al cielo,

sangre y luna es lo que ofrecen al fuego.


Los fantasmas existen, aunque no para todos. Quizás solo para algunos...

Desde pequeña, mi abuela me contó historias sobre ellos, y yo misma pude verlos con mis propios ojos. En mi cuaderno los dibujé, aunque solo recordaba a dos en particular.

Ella decía que solo los niños podían verlos, y que un día dejaban de hacerlo cuando alguien los «rompía», porque todos los niños somos rotos por las palabras y pensamientos de los adultos. Y yo no sería la excepción.

El primero lo vi en el pequeño cementerio junto a nuestra casa, donde descansan personas que ni siquiera mi abuela llegó a conocer, pero a las que siempre lleva flores. Su madre le enseñó a cuidar de esas tumbas, una tradición que intentó transmitir a mi madre, sin éxito. Una generación se saltó la tradición, y me tocó a mí continuarla. Sé que a mi abuela siempre le llenó de alegría que lo hiciera, y yo nunca me negué.

En las lápidas había inscripciones, algunas mencionando la causa de muerte, como la peste. Era curioso y a la vez perturbador.

El primer fantasma que vi estaba entre las tumbas, un niño pequeño al que le faltaba un ojo. Me asusté, pero no por miedo a que me hiciera daño, sino por lo desconocido, por no entender. A medida que crecemos, ese miedo se transforma en dolor, en la creencia de que sufriremos y que ese sufrimiento se convertirá en daño. De niños, tememos a lo desconocido; de adultos, al dolor. Yo temía a ese niño desconocido, que también se escondía de mí al verme. Cualquiera que escuchara esta historia pensaría que estoy loca, pero solo yo sabía la verdad.

Un día, reuní el valor para acercarme a él y me senté frente a su tumba. Su nombre era August, un nombre precioso que le sentaba muy bien. Sonrió al ver que ya no le tenía tanto miedo, y a partir de entonces nos hicimos amigos. Lo visitaba todos los días. Él no entraba en casa casi nunca, decía que no era bienvenido, y yo nunca entendí por qué. Se veía tan real, como si estuviera sentado a mi lado en la hierba, observándome con su único ojo verde y ese curioso sombrero en la cabeza que ocultaba sus mechones castaños. Era de su padre, o eso recordaba él.

Sangre de luna (Primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora