Encrucijada

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El silencio dentro del coche era tan denso que parecía adquirir una forma física, envolviéndonos en una atmósfera de tensión y reproche

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El silencio dentro del coche era tan denso que parecía adquirir una forma física, envolviéndonos en una atmósfera de tensión y reproche. Suspiraba con frustración, su cuerpo rígido reflejando la tormenta que se gestaba en su interior. La miré de reojo, esperando que rompiera el silencio, que diera rienda suelta a sus pensamientos, a sus emociones. Pero nada, solo silencio. Un silencio sepulcral que me oprimía el pecho y me hacía desear cualquier otra cosa: gritos, reproches, incluso lágrimas. Cualquier cosa menos esa quietud asfixiante que parecía devorarnos lentamente.

No podía defender a Galena, no podía pedirle a Circe que no estuviera enfadada. Tenía todo el derecho del mundo a estarlo después de tantos años de engaños. Pero, por otro lado, ¿qué otra opción tenía Galena? No había ninguna garantía, ninguna certeza a la que aferrarse para asegurar que Circe no representaría un peligro, que no habría ningún problema al convivir con mortales, con otras criaturas... Si hubiera existido otra alternativa, estoy seguro de que la habría tomado sin dudarlo. Pero la realidad era que no la había. Galena se había visto obligada a tomar una decisión difícil, una decisión que creía que era la mejor para Circe, aunque eso significara ocultarle la verdad y privarla de su propia identidad. Ahora, las consecuencias de esa decisión estaban a la vista, y el peso de la culpa y el remordimiento se reflejaban en cada gesto de Galena.

—¿Ahora qué hago? —Su voz retumbó por el coche rompiendo el silencio.

La miré de reojo, sin comprender a qué se refería exactamente.

—¿Sobre qué, Circe? —pregunté, manteniendo las manos firmes en el volante.

Sus ojos se encontraron con los míos, llenos de incertidumbre, miedo y dolor.

—¿Vuelvo a tomar el jarabe? ¿O no lo tomo? ¿Qué se supone que debo hacer ahora? —Su voz temblaba, revelando el miedo.

La verdad es que yo tampoco lo sabía. Una parte de mí la había visto mejor estos días, más viva, menos apagada y confusa. Otra parte de mí estaba en alerta, consciente del peligro potencial que su nueva libertad podía representar.

Se pasó las manos por el rostro, como si quisiera borrar el cansancio y la confusión que lo surcaban. Sabía que, en ese momento, su mente era un torbellino de pensamientos y emociones contradictorias.

—Quiero enfadarme, quiero enfadarme de verdad —dijo con un suspiro tembloroso—, pero no lo consigo. Porque lo entiendo, maldita sea, claro que lo entiendo. Yo tampoco me habría dado total libertad sabiendo el posible peligro que representaba para todos. Pero... —Su voz se quebró por un instante—. Pero quizás si me lo hubiera dicho, quizás haberme mantenido informada de que lo que me pasaba no era normal... Quizás eso hubiera marcado la diferencia.

En eso tenía razón, estaba seguro de que, si se lo hubiera dicho, ella no habría puesto ninguna pega. Galena tenía miedo, y eso también era comprensible. Un silencio pesado se instaló entre nosotros.

Sangre de luna (Primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora