No hay más que hablar

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Con sumo cuidado, incliné el colador sobre la botella de cristal que Galena me había entregado, evitando cualquier movimiento brusco que pudiera derramar el preciado jarabe

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Con sumo cuidado, incliné el colador sobre la botella de cristal que Galena me había entregado, evitando cualquier movimiento brusco que pudiera derramar el preciado jarabe. Sabía que Circe y Galena estaban en el invernadero, plantando semillas, trasplantando brotes y recogiendo los frutos maduros que había con anterioridad. Yo me había quedado en el interior de la casa, haciendo lo que me había mandado Galena.

El dulce aroma del jarabe llenaba el aire, mezclándose con el olor a leña quemada proveniente de la chimenea. A pesar del frío exterior, la casa se mantenía cálida y acogedora, un refugio en medio de la tormenta de nieve. Mientras vertía el último resto del jarabe en la botella, un sonido metálico me sobresaltó. Era la puerta principal, abriéndose con un chirrido que resonó en el silencio de la casa.

Arion entró, sacudiéndose la nieve de los hombros, sus ojos buscando ansiosamente a Circe.

—No está aquí —respondí con brusquedad, sintiendo cómo un poco de jarabe se derramaba por el borde de la botella debido al sobresalto.

Ignorando mis palabras, se acercó arrastrando los pies, su mirada fija en el líquido blanquecino que se extendía por la encimera.

—¿Qué es eso? —preguntó con voz ronca, sin apartar los ojos del jarabe.

—No es asunto tuyo —repliqué con frialdad.

Antes de que pudiera reaccionar, Arion deslizó un dedo por el charco de jarabe y se lo llevó a los labios. Su rostro se contrajo en una mueca de sorpresa, sus pupilas dilatándose mientras saboreaba el líquido. Intuí que estaba a punto de decir algo, pero no le presté atención. Me apresuré a limpiar el derrame y cerré la botella con un gesto decidido.

—Mandrágora... belladona... —murmuró Arion, como saliendo de un trance.

Negué con la cabeza, atribuyendo sus palabras a algún tipo de delirio. Me dirigí al fregadero para lavar el trapo, pero un ruido sordo me hizo temer lo peor. Di la vuelta bruscamente, y mis sospechas se confirmaron: la botella rota yacía en el suelo, rodeada de un charco pegajoso de jarabe.

—¿¡Qué has hecho!? —exclamé, incapaz de ocultar mi indignación.

En su rostro vi una clara expresión de rabia, ¿ahora qué le había picado? Me arrodillé para intentar recogerlo, pero prácticamente era imposible, el cristal estaba esparcido y el líquido no dejaba de expandirse.

—¿Acaso sabes lo que le estaba dando? —preguntó con voz tensa, sorprendiéndome aún más—. ¿Conoces los efectos de la mandrágora? ¿Y de la belladona?

Me puse de pie, decidido a ignorar su inexplicable enfado. No comprendía su reacción. ¿Por qué tanto drama? Sabía que Galena no haría ni le daría nada que dañase a Circe.

—Si querías saber qué contenía, podías haber preguntado antes de romper lo que Galena preparó con tanto esfuerzo —respondí con frialdad, mientras recogía el trapo del fregadero, papel absorbente y la pequeña escoba que guardaba en un cajón.

Sangre de luna (Primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora