Mera sombra

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Desde la ventana, fui testigo de todo

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Desde la ventana, fui testigo de todo. Primero, sus voces elevadas en una discusión acalorada. Luego, el portazo que me impulsó a asomarme, revelando la escena desgarradora que se desarrollaba ante mis ojos. No quise meterme al principio, me duché, me vestí y al volver a la habitación me asomé de nuevo. Permanecía allí, su mirada perdida en la vastedad del bosque, sus manos repitiendo un movimiento mecánico, seguramente en un intento vano de secar las lágrimas que surcaban su rostro.

Su obstinación era increíble. Había pasado tiempo y ella seguía inmóvil, aferrada a una esperanza que parecía cada vez más ilusoria. La preocupación me carcomía al verla allí, inerte, esperando en vano el regreso de alguien que claramente no volvería. No podía seguir siendo un mero espectador.

Tomé la manta que colgaba de la cama y salí de la habitación, descendiendo las escaleras a toda prisa. La puerta de la calle estaba entreabierta, permitiendo la entrada de un manto de nieve, pero eso era lo de menos. Me abrí paso hacia ella, sorteando los montículos de nieve con cuidado. Aunque mis pasos la alertaron de mi presencia, no se dignó a girarse. Su mirada seguía fija en el bosque, como si estuviera hipnotizada.

Le coloqué la manta sobre los hombros, esperando alguna reacción, pero no obtuve respuesta. Sus pestañas estaban congeladas, sus labios teñidos de un tono violáceo, y su cuerpo temblaba violentamente.

—Circe... —susurré su nombre con preocupación.

—Volverá... Unos minutos más —murmuró, casi no escuché su voz de lo mucho que temblaba.

—Llevas aquí un rato —insistí—. Me sorprende que no te hayas congelado ya.

Sus palabras apenas se escuchaban entre los estremecimientos de su cuerpo. Era evidente que estaba sufriendo, tanto física como emocionalmente. Me sentí impotente ante su dolor, deseando poder hacer algo para aliviarlo, pero sin saber qué.

—Circe, tienes que venir adentro —le rogué, tratando de persuadirla para que abandonara aquel lugar gélido.

Ella se aferraba a su espera con una determinación que me desconcertaba. ¿Cómo podía seguir esperando a alguien que claramente no volvería? Sentí un nudo en la garganta al verla en ese estado, tan frágil y vulnerable bajo la nieve que seguía cayendo sin piedad.

—Por favor, Circe —insistí, acercándome un poco más—. No puedes quedarte aquí afuera. Te vas a enfermar.

Sus ojos seguían perdidos en la distancia, como si estuviera esperando algún tipo de señal que nunca llegaría. Su terquedad me desesperaba, pero también me llenaba de compasión. Jamás creí que pudiera llegar a tal extremo.

Me acerqué aún más, ignorando el frío que me calaba hasta los huesos.

—Circe, debes levantarte —le dije con suavidad, intentando infundirle calma.

Pero ella negó con la cabeza, sus palabras apenas audibles a través de sus labios entumecidos.

—No puedo... no siento mis piernas —murmuró.

Sangre de luna (Primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora