Despertaba. El deber de la rutina diaria se asentaba sobre mí como un gran peso.
Comía. Mecánicamente, sin apenas saborear los alimentos.
Preparaba. Las tareas se sucedían en un orden monótono y predecible.
Trabajaba. Sumergido en un mar de obligaciones, buscando evadirme de mis propios pensamientos.
Despertaba. De nuevo el ciclo comenzaba, implacable.
Comía. El nudo en mi estómago se hacía más presente con cada bocado.
Preparaba. El tiempo se estiraba y encogía a la vez, como un acordeón desafinado.
Trabajaba. La mente divagaba, atrapada en un laberinto de recuerdos dolorosos.
Mi rutina era mi refugio, mi escudo contra el tormento interior. Si me desviaba de ella, los demonios de mi pasado me acechaban, dispuestos a devorarme. En mi mente, el infierno cobraba vida, una grabadora macabra que repetía en bucle sus palabras hirientes, sus golpes brutales, su voz amenazante. Cada error, cada fallo, se amplificaba hasta convertirse en un dolor físico insoportable.
Por eso, me aferraba a la rutina, a la repetición mecánica de cada día.
Despertaba. Con el corazón latiendo a un ritmo frenético.
Comía. Con la esperanza de acallar el clamor de mi alma atormentada.
Preparaba. Con la ilusión de encontrar un momento de paz en medio del caos.
Trabajaba. Con la determinación de mantener a raya a los fantasmas que me perseguían.
Pero llegó un punto en el que mis esfuerzos se volvieron inútiles. Por más que luchara, todo parecía confabular en mi contra. La concentración me abandonaba, tanto en el trabajo con mis pacientes como en mis mezclas. Errores, fallos, objetos que se me escurrían de las manos... Las pesadillas me devoraban, y el silencio se transformaba en un grito ensordecedor que resonaba en mi interior.
Nada parecía tener fin, nada se detendría si yo no intervenía, y el tiempo jugaba en mi contra. Cada día que pasaba, lejos de sanar, la herida se hacía más profunda. Me ahogaba en un mar de desesperación, aferrándome a un dolor que se negaba a soltarme.
No me quedaba otra opción... Y no tenía fuerzas para buscar más soluciones. Estaba harta, agotada, consumida.
Con determinación, reuní los ingredientes uno por uno. Belladona, mandrágora, raíz de regaliz... Los preparé siguiendo las instrucciones al pie de la letra, machacándolos, infusionándolos y secándolos con precisión. Investigué los efectos de otras plantas que pudieran potenciar el resultado, y descubrí que, efectivamente, lo harían. Mi sangre, por su naturaleza, amplificaría aún más sus propiedades.
Lo tenía todo meticulosamente planeado. Llevaba tiempo dándole vueltas, y nada ni nadie podría detenerme. Ni siquiera yo misma deseaba hacerlo.
—¿Qué estás preparando? —La voz de Selene a mi espalda ya no me perturbaba. Aparecía y desaparecía a su antojo, sobre todo cuando no le hablaba.
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Sangre de luna (Primera parte)
FantasíaSe yergue ante mí. Su voz, un susurro en la oscuridad, promete protección. ―Si yo te he encontrado ―advierte―, ellos también lo harán. Mi abuela me dio unas directrices claras: No abrir la puerta si ella no se encontraba en casa. No dejar entrar a...