Nadie hubiera podido detenerla

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Luchar por ella se presentaba como una batalla perdida antes de empezar

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Luchar por ella se presentaba como una batalla perdida antes de empezar. La imagen de su abrazo con él, la intensidad en sus ojos, se repetía en mi mente como una tortura. No dudaba de que pudiera albergar algún sentimiento hacia mí, pero era una chispa tenue comparada con el fuego que ardía por Arion. Y no podía culparla, lo comprendía. Aun así, el dolor me desgarraba por dentro, un vacío que amenazaba con consumirlo todo.

La noche se extendió como una eternidad. Intenté mantener los ojos abiertos, pero el silencio sepulcral y la quietud de la casa me vencieron. El sueño me atrapó en sus redes, un breve respiro de la angustia que me consumía.

Al despertar, la luz del amanecer se filtraba por la ventana. Con un suspiro pesado, me levanté para comprobar el estado de Arion. Recordé los momentos de terror, el miedo a perderlo en sus ojos, y luego... el alivio porque si él moría, era un problema menos. Un alivio oscuro y culpable que me avergonzaba. ¿Cómo pude desear la muerte de alguien, aunque fuera por un instante? El peso de esa pregunta se instaló en mi pecho, un recordatorio de mi propia oscuridad.

La culpa me carcomía, un peso invisible sobre mis hombros. Decidí llevarle un vaso de sangre a Arion, un intento de enmendar mis oscuros pensamientos. Avancé hacia su habitación con pasos cautelosos, no queriendo perturbar el sueño de Circe, quien seguramente estaría agotada. Porque había dormido toda la noche. Me sorprendió que no hubiera ido a verle, pero quizás confiaba en que yo cuidaría de él.

Empujé la puerta con suavidad y lo encontré recostado en la cama, envuelto en las sábanas tal como Circe lo había dejado.

—¿Arion? —susurré, sabiendo que los vampiros no duermen profundamente—. ¿Estás despierto?

Si antes lo estaba, ya no.

—Sí... —respondió con voz débil.

—Te he traído algo —me acerqué a la cama, depositando el vaso de sangre en la mesilla. Mis ojos se posaron en la herida, ahora casi cerrada gracias al meticuloso trabajo de Circe. Pero sabía que la verdadera curación debía venir desde dentro.

Observó la sangre con recelo, intentó incorporarse y se llevó la mano a la herida con un gesto de dolor. Me acerqué para ayudarlo, tomando el vaso y acercándoselo a sus labios. Bebió unos tragos, la sangre tiñó las comisuras de sus labios de un rojo intenso.

—¿Dónde está Circe? —preguntó, su voz estaba ronca por el esfuerzo.

—Durmiendo —respondí, intentando ocultar mi preocupación.

—¿Está bien? ¿Su labio? ¿Su mano? —Las preguntas brotaban de sus labios con urgencia, como si hubiera olvidado que él mismo había estado al borde de la muerte unas horas antes.

—Está bien, solo cansada —mentí—. Ha dormido toda la noche sin despertarse.

Forcé una sonrisa, pero él no respondió. Sus pupilas se contrajeron y apartó el vaso con un movimiento brusco. Intentó levantarse de la cama, ignorando mi mano extendida para ayudarlo. Una sombra de nerviosidad cruzó su rostro, una tormenta que amenazaba con desatarse.

Sangre de luna (Primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora