La nieve cubría el suelo, mis pies se hundían a una gran profundidad mientras caminaba al inicio del bosque. Una figura de espaldas, acurrucada en el suelo, emitía unos sonidos extraños. Decidí acercarme, preocupado por su estado. Si estaba herida, debía ayudarla para evitar que se congelase en ese frío implacable.
Intenté hablar, pero me encontré incapaz de emitir ni una sola palabra. Un escalofrío recorrió mi espalda al ver una gota que acababa de salpicar de color rojo brillar bajo la capa de nieve. Tragué saliva con dificultad, observando cómo más gotas se esparcían a mi alrededor. Al acercarme a la figura, me preparé para lo peor. Cuando la mujer se giró, quedé petrificado ante la escena: entre sus manos yacía un zorro blanco, casi decapitado, mientras ella absorbía su sangre. Lo más perturbador era que las patas traseras del animal aún se movían, como si estuviera vivo.
Entonces intenté huir de allí, sin dejar de mirar a la mujer con el rostro cubierto de sangre. Pero mis pasos se hundían cada vez más en la nieve. La casa se alejaba y de repente, caí al suelo.
Había vuelto a las pesadillas, esas visiones que se tornaban demasiado reales para mi gusto. Al abrir los ojos, me sentía un tanto mareada, con la vista nublada y un dolor que se extendía desde la planta de mis pies hasta mi cabeza. El silencio llenaba la habitación, un silencio agridulce que se filtraba en cada rincón.
Pasé la mano por mi frente, notando el sudor que la cubría. Una opresión en las costillas me recordó que algo no iba bien. Intenté incorporarme, pero un pinchazo repentino me hizo retroceder. Mis ojos se posaron en el ungüento de mi abuela en la mesita, una señal de que estaba cerca y que estaba bien.
Ignorando el dolor que punzaba mi espalda, decidí levantarme.
Con cautela, apoyé ambas manos en la cama y me erguí, entrecerrando los ojos para combatir el mareo. Un olor extraño llenaba el aire, y al examinar más de cerca, vi unas hierbas ardiendo en el escritorio, con la ventana entreabierta dejando entrar el frío. Supuse que intentaban ocultar mi olor nuevamente.
Tenía el pelo recogido, un recordatorio palpable de la ternura de mi abuela, quien siempre sabía cómo trenzarlo en un perfecto moño. Al deslizar mis dedos por los mechones, una nueva punzada atravesó mis costillas. Levanté la camiseta y observé el vendaje que envolvía mi cuerpo. Aunque ajustado, noté cómo mi piel morada asomaba por los huecos, enviándome escalofríos con solo mirarla, no me dolía tanto como parecía.
Arrastré mis pies hacia la puerta y la abrí, dejando que el aire frío de la mañana inundara la habitación y me erizara la piel. Con dificultad, me dirigí hacia las escaleras. Al llegar a ellas, noté que los últimos peldaños estaban rotos, solo quedaban las puntas. El recuerdo de aquel ser que me arrastraba y golpeaba se agolpó en mi mente, causándome un dolor emocional más intenso que cualquier herida física. Me aferré a la barandilla, reviviendo el sonido de mi propia caída en un bucle que parecía no tener fin.
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Sangre de luna (Primera parte)
FantasiSe yergue ante mí. Su voz, un susurro en la oscuridad, promete protección. ―Si yo te he encontrado ―advierte―, ellos también lo harán. Mi abuela me dio unas directrices claras: No abrir la puerta si ella no se encontraba en casa. No dejar entrar a...