Sé defenderme sola, ella me enseñó

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La confianza de Ryu se reflejaba en la sala abierta, un recordatorio de mi promesa: no salir sola de casa

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La confianza de Ryu se reflejaba en la sala abierta, un recordatorio de mi promesa: no salir sola de casa. Y tenía razón, el peligro era palpable, y yo no deseaba lo que ese vampiro buscaba. Decidida a cambiar el curso de los acontecimientos, me puse en marcha.

Guiada por el libro de mi abuela, desentrañé los secretos de la herbolaria, buscando las aliadas perfectas. La belladona, una planta de flores moradas y bayas venenosas, resguardada en un rincón del invernadero, fue mi primera elección. Con agilidad y sigilo, extraje las hojas necesarias esperando que ninguno de los dos me descubrieran. De regreso en la sala, comencé mi alquimia.

En un mortero impoluto, libre de cualquier rastro de otras sustancias, machaqué las hojas de belladona con determinación hasta obtener una pasta homogénea y verdosa. Un generoso chorro de vodka la cubrió, transformándola en una mezcla espesa y maloliente. Trasladé el brebaje a un frasco de cristal, agitándolo con fuerza hasta que una espuma negra, siniestra y burbujeante, emergió de las profundidades: el veneno.

Lo aparté con un gesto decidido, lista para el siguiente paso. Tomé una de las dagas de mi abuela, su filo brillando bajo la luz tenue. Con un nudo en la garganta, acerqué la hoja a mi palma y realicé un corte preciso. Dolió más de lo que creía y un gemido se escapó de entre mis labios. Gotas de sangre carmesí cayeron en el cuenco de cerámica. Debía de ser fresca, no había otra forma.

Con la daga aun goteando, me volví hacia la mesa donde reposaban los ingredientes. Con la punta de la hoja, trituré las hojas secas de ortiga y verbena hasta convertirlas en un fino polvo verde grisáceo. Por suerte para mí, mi abuela ya las tenía desecadas y guardadas en sus respectivos botes.

Añadí unas cuantas hojas de salvia para hacer más fuerte la mezcla.

Con precisión, incorporé el veneno de la belladona, mezclando mi sangre con las plantas molidas hasta obtener una pasta casi líquida, cuya oscura intensidad dejaba entrever su peligro.

Estaba lista. Solo quedaba rezar para que funcionara, y justo en ese instante, escuché el chirrido de la puerta principal. Trasvasé la mezcla a un pequeño frasco y el resto de mi sangre a otro, sellándolo con cuidado. Salí al pasillo con ambos recipientes en las manos. Primero, observé a Ryu, que se dirigía a la cocina para prepararse un café, medio dormido aún, y luego a Arion, que entraba con el pelo completamente empapado por la humedad del bosque.

—¿Qué te pasa? —preguntó este último, acercándose—. ¿Qué has estado haciendo?

—Creo que lo he conseguido.

Ryu me miró con los ojos muy abiertos, asustado.

—No es el ablivium, tranquilo, ya te dije que lo dejaría... —Suspiré, mirando fijamente a Arion. Al fin y al cabo, él era el tipo de criatura que debía atemorizar—. Necesito tu ayuda.

Arion se giró para mirar a Ryu y luego volvió a posar sus ojos en mí.

—De acuerdo.

—¿No vas a preguntar nada?

Sangre de luna (Primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora