Susurros malditos, ojos profundos

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Ya no podía soportarlo más

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Ya no podía soportarlo más. El susurro, el canto silencioso y lastimero seguía resonando en mi mente, en mis oídos, en la habitación. No parecía un pedido de auxilio, pero tampoco lo contrario.

Sabía que cuanto más tiempo pasara, peor se pondría todo. No soportaba seguir mirando al techo mientras las voces bailaban a mi alrededor. No me quedaba otra opción, o al menos eso creía. Salí de la habitación, asegurándome de que nadie estuviera cerca. Sabía que mi abuela se había ido a dormir, exhausta después de estos días agotadores... Pero, ¿y el demonio? ¿Él también descansaba como un humano? Esperaba que sí, porque ya me dirigía escaleras abajo sin apartar la vista de la puerta de madera. Algo me frenaba, quizás el miedo o la conciencia recordándome lo que no debía hacer.

Solo quería comprobar una cosa, solo una, y no volvería a hacerlo. No volvería a desobedecer ni a ponerme en peligro. Si lo hacía, todo se acabaría.

Apoyé la mano en la pesada manivela y abrí la puerta. Un aire frío y húmedo inundó la planta baja. Lo tenía frente a mí y me parecía estar soñando. Por primera vez en mucho tiempo, sabía que no lo estaba. Con paso firme, comencé a bajar los escalones de piedra, un tanto resbaladizos, por eso me aferraba a las paredes con mis manos. Mis ojos no dejaban de observar las antorchas que colgaban de la pared. ¿Cuántos años tendría aquel lugar? Parecía tener vida propia. Como si no perteneciera a la casa.

El ambiente estaba impregnado de pesadez y lamento, una sensación que me desagradaba. Al llegar al último escalón, me di cuenta de que estaba cometiendo un error. Frente a mí se extendía un pequeño pasillo con celdas a ambos lados. Los barrotes no eran normales, alcanzaban una altura media y tenían forma puntiaguda, descendiendo desde el techo y emergiendo del suelo. Nunca había visto algo así, y estaba claro que no eran celdas comunes. Allí abajo, había más magia y sufrimiento de lo que jamás podría haber imaginado.

Arrastré un pie hacia delante, pero me detuve. Estaba demasiado oscuro, las pocas antorchas no iluminaban lo suficiente. Mi corazón latía con fuerza, como si quisiera huir de allí, pero yo lo obligaba a quedarse. Con cada latido, mis heridas dolían y me recordaban que aún había sangre en los vendajes.

Escuché algo, venía de la celda a mi derecha, a pocos metros de mí. Olvidé mi miedo y me acerqué, observando los barrotes recubiertos de un material transparente, como hielo, pero claramente no lo era. Logré verlo, en la oscura esquina, alejado de los barrotes. Elevó la cabeza y pude ver sus ojos grisáceos, que me observaban como un animal acechando a su presa.

—Hola, cervatilla.

Contuve la respiración al escucharlo. No retrocedí, no podía, mis piernas no respondían.

—No deberías haber bajado aquí —dijo con un tono amenazante—, y mucho menos acercarte tanto a los barrotes.

De repente, antes de que pudiera reaccionar, estaba frente a mí. Era rápido, más de lo que hubiera imaginado. Sus ojos me recorrieron de arriba abajo, y ahora podía ver claramente sus pupilas dilatarse y contraerse en contra de su voluntad. Su ropa estaba rota, la sangre aún goteaba de su herida. La flecha seguía clavada, era imposible no verla. No tenía más heridas, solo eso, la flecha. Algo en mi interior se calmó, estaba bien... O al menos no gravemente herido. Aunque de poco serviría...

Sangre de luna (Primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora