No será igual

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No hubo enfado

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No hubo enfado. No hubo lloros. Nada. Un silencio sepulcral se apoderó de la habitación, roto solo por el sonido de mi respiración entrecortada. Era como si Circe, en un acto de autoprotección, hubiera levantado un muro impenetrable a su alrededor, sellando sus emociones y pensamientos en un cofre hermético. De repente, parecía haber dejado de sentir, de querer, de existir.

Le ayudé los primeros días con la sala. Recogiendo los cristales rotos, reparando la mesa destrozada, devolviendo las estanterías a su lugar en la pared. Me aseguraba de que todo quedara perfecto para que pudiera volver a trabajar, porque parecía ser lo único que le interesaba. Porque no hablaba, no expresaba sus emociones, no me miraba a los ojos. Era como si una parte de ella se hubiera apagado, dejando solo una cáscara vacía que se movía por inercia.

Intentaba hablar con ella, preguntarle cómo se sentía, ofrecerle mi apoyo, pero sus respuestas eran monosílabos o silencios incómodos que pesaban como una losa en el ambiente. Se refugiaba en su trabajo, pasando horas interminables en la sala de curación, preparando pociones y ungüentos con una concentración obsesiva, como si quisiera perderse en la alquimia y olvidar el dolor que la consumía por dentro. Había dejado de hablar incluso con Selene, y juro que había estado atento, esperando cualquier atisbo de vida en ella, cualquier indicio de que la Circe que conocía seguía allí, luchando por salir a la superficie. Pero ni con los fantasmas quería hablar, parecía haberse consumido por completo, dejando solo una sombra de lo que una vez fue.

El silencio se había convertido en el dueño absoluto de la casa. Solo se escuchaba el sonido de sus pasos en la sala de curación, el tintineo de los frascos y morteros, el crujir de la madera bajo sus pies, el canto lejano de los pájaros y el susurro del viento colándose por las rendijas de la casa. Nada más. Un silencio sepulcral que se clavaba en mi alma como una daga.

Por las noches, cuando dormía, o al menos lo intentaba, era cuando el dolor se hacía más insoportable para Circe.

Una noche, escuché un grito desgarrador proveniente de su habitación. Me levanté de la cama con el corazón en la garganta y corrí hacia ella. La encontré retorciéndose entre las sábanas, presa de una pesadilla que la paralizaba de terror.

—Circe... —susurré, sentándome a su lado y abriendo mis brazos para ofrecerle consuelo.

Ella se aferró a mí, su cabeza apoyada en mi pecho, como si buscara refugio en el latido de mi corazón. Permanecimos así durante largos minutos, en un silencio cargado de emociones. Sabía que, en ese momento de vulnerabilidad, preguntarle qué la atormentaba sería lo peor que pudiera hacer. Solo podía ofrecerle mi presencia, mi apoyo silencioso, esperando que el tiempo y el amor sanaran las heridas que Arion había infligido en su alma.

De nuevo, Circe se acostaba a dormir, pero solo lo hacía para contentarme, para que me marchara de su lado y creyera que había vuelto a la calma. Sin embargo, yo ya conocía el ritmo de su corazón relajado, y no era el que escuchaba cuando me despedía de ella cada noche.

Sangre de luna (Primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora