No hay pistas

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Las dagas yacían sobre la mesa

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Las dagas yacían sobre la mesa. Dos armas gemelas, sin inscripciones, sin marcas distintivas, sin ninguna pista que pudiera llevarnos al perpetrador de semejante acto. La frustración me carcomía, pues parecía que la única forma de avanzar era chocar con un muro invisible.

Podría haber sido un vampiro, acechando desde el umbral, aprovechando su fuerza sobrenatural para asestar los golpes mortales a través de la puerta entreabierta. La sangre derramada habría sido una tentación irresistible para cualquier vampiro, pero la barrera de la entrada le habría impedido sucumbir a su sed, obligándolo a retirarse antes de perder el control. ¿Un hombre lobo? Tampoco parecía probable. Un licántropo en pleno cambio no habría tenido la precisión necesaria para ejecutar un ataque tan calculado.

El dolor era lacerante, tener que asumirlo con tanta rapidez, tener que desentrañar el misterio porque no podía quedar impune. Quienquiera que hubiera cometido semejante acto pagaría por ello, de eso estaba seguro. Pero en ese momento, la angustia me nublaba la mente, y solo podía pensar en Circe, que parecía querer matarse lentamente de hambre.

Guardé las dagas en un cajón oculto de la sala, lejos de la mirada de Circe. Haría lo que fuera para evitar que volviera a experimentar ese dolor insoportable. Salí de la habitación al escuchar un sonido: Arion descendía las escaleras con una bandeja vacía en sus manos, manchado de sangre.

—Lo sabía —susurré, confirmando mis sospechas.

—Ha bebido, un poco —aclaró Arion, dejando la bandeja en la encimera y mirándome con preocupación—. Un trago, para ser exactos. Está vistiéndose, acaba de bañarse.

Suspiré, aliviado. Al menos era un paso en la dirección correcta.

Me dirigí a la ventana, observando la quietud del paisaje. Todo parecía demasiado tranquilo, demasiado sereno. Pero algo no encajaba. Una sensación de intranquilidad me recorría la espalda, como una sombra invisible que acechaba en la oscuridad. Alguien nos vigilaba, de eso estaba seguro.

Rebusqué frenéticamente entre los papeles de Galena, buscando la receta de su pastel de carne. Si Circe no podía beber sangre, teníamos que encontrar una alternativa, pero la receta parecía haberse esfumado. Había otras recetas, sí, pero ninguna era la que buscábamos. Quizás Galena nunca la había escrito, o tal vez la había escondido tan bien que era imposible encontrarla.

—Tiene que comer —insistí—. Debe de hacerlo.

—¿Crees que no lo sé? —respondió Arion con un dejo de frustración, levantándose la manga de la camiseta.

Allí, en su pálido antebrazo, vi la herida abierta que había estado usando para alimentar a Circe. Era una solución temporal, desesperada. La sangre de un animal no sería suficiente para ella en su estado actual.

—Déjame a mí —dije, extendiendo mi mano hacia él, ofreciéndome como voluntario.

Arion me miró con una mezcla de curiosidad y preocupación mientras yo me preparaba para hacer un corte en mi propio brazo.

Sangre de luna (Primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora