Capítulo 52

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Manas, capítulo por llegar a la meta! Disculpen la tardanza.

Feliz dia de la mujer, las amo. 

«¿Edmond?»

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«¿Edmond?»

"—Quede más enamorada de Edmond, si llego a tener un hijo, llevará su nombre."

El recuerdo de Alena me consume por completo. Ese día caí ante ella, le solté todo lo que sentía y me convertí en el hombre más feliz del puto planeta. Pero ahora... ¡Maldita sea! Ahora no tengo ni la más remota idea de qué coño siento. Trago saliva, sintiendo cómo se me forma un maldito nudo en la garganta, y por alguna razón estoy más nervioso que un puto criminal en juicio. Mi pecho late con una fuerza descomunal, trato de avanzar, pero de repente, el niño aparece frente a mis ojos... ¡Mierda! Un escalofrío recorre mi columna vertebral al verlo.

Tiene el cabello idéntico a la mujer que yace detrás de mí, sus ojos son grises como los de ella, y parece más alto que Narel. Me mira, y juro por todos los putos demonios que el corazón se me detiene en el pecho cuando me recorre de arriba abajo, como si estuviera examinando hasta el último maldito rincón de mi ser.

—Él es Edmond y es mi nuevo amigo, debes quererlo mucho —me dice Narel, y frunzo el ceño al escucharla, sintiendo un nudo en el estómago.

«¿Me dijo que debo quererlo? ¿Ella?», los celos comienzan a hervir en mi estómago.

―¿Amigo? ¿No es un súbdito como Juanito? ―pregunto, y ella niega con la cabeza, abriendo su boquita como si lo que dije fuera la peor tontería que hubiera escuchado en su vida.

—No puedes decirle eso, se enojará.

«¿Y a mí qué me interesa que un escuincle se enoje?», me masajeo la sien, no puedo perder los estribos ¡Joder! ¡Es un niño!

Vuelvo mi mirada hacia él, y lo encuentro parado en la puerta, sin acercarse, aguardando la llegada de su tía. Su postura es firme, con la espalda erguida y los brazos ligeramente cruzados, mientras sus ojos escudriñan a todos. Irradia una aura fuerte e imponente, como si estuviera por encima de todos los presentes. Sin embargo, esta impresión contrasta marcadamente con su rostro, que es dulce y cálido.

«¿Dulce? ¿De verdad, Alexander?», suelto un bufido de fastidio, estos acontecimientos me están afectando.

—¡Edmond! —grita la rubia rompiendo el incómodo silencio, su voz llena de felicidad, de ternura y algo más, algo que no logro descifrar.

El niño, que parece no tener más de 6 años, reacciona y su expresión gélida se transforma de repente. Se lanza hacia ella con una velocidad sorprendente, dejando a Narel y a mí atónitos. Una sonrisa ilumina su rostro y, de pronto, siento otro escalofrío recorrerme la columna vertebral.

«¡Dios!»

Cuando pasa junto a mí, la fuerza de su presencia me arrastra, casi pierdo el equilibrio. Me giro para seguir su trayectoria y, al verlo abrazarla con tanto amor, besando su mejilla y diciéndole cuánto la extrañaba, siento un nudo en el pecho que me impide respirar. No puedo explicarlo, es, joder, es...

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