Capítulo 1

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Las luces descendían como lianas por los frondosos plataneros de la avenida. Con ellas, se iluminaba un falso techo con sus brillantes destellos que recordaban a las estrellas. Había llegado veinte minutos antes, estaba nervioso, solo podía escuchar el fuerte latido de mi corazón, no recordaba haber estado nunca tan nervioso como en esta tarde.

Me había cambiado de ropa mil veces, nada me sentaba bien, nada me gustaba. Miraba el teléfono móvil unas seis veces por minuto, esperando un mensaje de él. Temía que no me contestara cuando le pedí vernos o que se acobardara. Después de todo lo que había sucedido, estaba arrepentido.

Salgo escopetado de la boca del metro. El bullicio de la gente me empuja de lado a lado como en una corriente de mar mientras cruzo la Rambla, hasta situarme delante del gran teatro del Liceo. Familias sonrientes paseaban felices, comentando lo bonita que estaba Barcelona por estas fechas.

No sé qué tiene esta fachada tan elegante y señorial, pero consigue siempre hacerme sentir pequeño. Me quedo admirando bobalicón como brilla el Liceo con esos efectos de luces leds en cada ventana. Yo también adoro la Navidad.

En un momento en el que mi cabeza ya escribía estas frases para mi diario, me despertó de mi trance un señor que me pedía limosna. Estaba desgastado, con una mirada que mostraba un rubor incómodo. Se notaba que llevaba pocos días en la calle. Me asusté y di un salto hacia atrás. Repitió la pregunta y negué con la cabeza; nunca llevo dinero en metálico. El hombre se giró y volví a ascender a mi trance, no sin antes comprobar el teléfono una vez más. Era él.

Las letras blancas marcan su nombre en la pantalla y, debajo, un mensaje corto: «Estoy a una parada». Mi corazón quería salirse de mi pecho. Creo que va a explotar.

En ese instante, una lágrima se abrió paso por mi mejilla, al mismo tiempo que guardaba el móvil en el bolsillo izquierdo. Han pasado muchas cosas recientemente entre nosotros y necesitaba poderme enfrentar con la verdad, a pesar de que eso podía acabar con nuestra relación.

Recordaba la suavidad de sus fuertes manos recorriendo mi espalda, la gravedad de mi cuerpo cayendo sobre sus brazos y mis gemidos que sonaban en perfecta harmonía con los suyos. Lo amaba y cada vez que lo recordaba, tenía claro de que era él con quien debía escribir mi futuro.

Sin saber cómo, giro la cabeza a la boca del metro, él va subiendo los escalones con ese abrigo largo que le sienta tan bien de color gris. Su cara denota preocupación. Puedo leer en su mirada perdida los mil pensamientos que vuelan en su interior.

«¡Qué adorable es!»

A medida que se acerca, veo que sus labios están apretados y como le tiembla la mano de los nervios. El blanco de sus ojos, hoy era rojo oscuro de haber pasado la noche llorando.

Respiro de nuevo el aroma de su colonia, se había arreglado. Todos los músculos de mi cuerpo se tensan, mi corazón bombea tan fuerte que me podría desmayar en cuestión de segundos y mi elaborado discurso se diluye en mi mente, me quedo en blanco. «¡Joder, que guapo está!», pienso.

Él da un último paso. Lo tengo frente a mí, a menos de dos palmos. El muro que nos ha separado en todo este tiempo sigue ahí, me siento un desconocido ahora que vuelvo a estar con él, pero en su mirada hay algo que me resulta familiar.

«¡Joder, cuánto te quiero y qué mierda que vaya a decirte esto ahora!».

Mis labios cogen aire y expulsa con una falsa seguridad de un niño de seis años:

—Te quiero.

Dime algo para quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora