Capítulo 4

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Sentí mi cuerpo caer sobre un banco, a lo lejos el entrar y salir de personas creaba una curiosa melodía al interrumpir la música del interior. No lograba abrir bien los ojos ni ver lo que me había ocurrido ahí dentro. Sentí frío. A lo lejos escuchaba la voz a gritos de Elena acercarse a nosotros.

—¡¿Qué cojones ha ocurrido?! Henry, mi amor, ¿estás bien? Sandra me va a matar...

Todo esto mientras me agitaba como a una marioneta inerte. No podía mantenerme firme, así que caí rendido al respaldo del banco otra vez.

—Ahora está bien, lo he sacado como he podido a fuera, se lo he quitado al gilipollas que lo había drogado. —La voz familiar comenzaba a relatar los hechos—. Ahora está bien, por suerte solo había conseguido quitarle el polo y parte de los pantalones. Lo siento por el tipo, no sé si podrá mañana volver a oler la comida con la de hostias que le he pegado.

—Si me lo llego a cruzar, pienso meterle el tacón de aguja por la uretra. —Calmándose, Elena siguió—. Gracias... Joder, qué pedazo ojos tienes... ¿Cómo te llamas?

—Encantado, soy Álvaro. —Resolvió la misteriosa sombra blanca.

«¡Era él!», me dije.

Escuché la conversación que tuvieron, Elena estaba más puesta a detectar si el chaval era hetero o al menos bisexual. Joder, esta tía aprovecha para echar el guante hasta en el funeral de sus padres si es necesario. Me enteré de que Jordi se había quedado sopa en un sofá de la discoteca, de lo pedo que iba.

—Perdona que te lo pida, no te conozco de nada, pero pareces un buen tío. No puedo con mis dos amigos, ¿te importaría cuidar al que está sentado en el banco, mientras yo llevo al gilipollas que está vomitando en ese árbol hasta su casa?

Imaginé la escena: Jordi echando los nuggets vegetarianos.

—Será un placer, ve tranquila —dijo su voz aterciopelada y robusta.

Al poco sentí que volvía a estar de pie.

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Sentí el aroma del chocolate antes de poder abrir los ojos. Ante mí, vislumbré una habitación impoluta, de esas de catálogo minimalista. Un cuadro colgado mostraba la foto de un edificio, y una ventana enorme dejaba entrar la luz del sol, que rebotaba en las paredes color blanco seda. Al otro lado, había un escritorio, una mesa blanca, una silla gamer negra, un portátil cerrado y, a su lado, una puerta que se abría.

—¿Cómo te encuentras? —dijo Álvaro acercándose a la cama, llevando una bandeja de madera con dos enormes tazas blancas de chocolate—. Anoche te pasó algo horrible, ¿puedes acordarte de algo?

—Recuerdo estar en un baño con un tío. —Me tomé un tiempo para reconstruir las imágenes borrosas que tenía desordenadas en mi cabeza—. Gracias por lo que hiciste, pude escuchar la conversación que tuviste con Elena y tengo un recuerdo borroso de que me quitaras de encima a ese cretino. ¿Llegó a hacerme algo?

—No, —se frotó la mano izquierda, la cual presentaba una herida bastante profunda —lo intentó. Os estuve viendo en la pista de baile antes de que te subiera arrastras al baño. He llamado a los Mossos d'Esquadra esta mañana y les he dado todos los datos para que abran una investigación.

—¿Eres un ángel? —le pregunté.

No era capaz de creer que hubiera hecho todo eso por mí, sin ni si quiera conocerme, ni yo a él, ahora que caigo.

—Lo siento mucho.

Empecé a llorar. Dejó la bandeja sobre la mesa, se acercó a mí, nos fundimos en un abrazo. Mis lágrimas caían a borbotones sobre la camiseta de su pijama de color azul marino.

«¡Qué bien huele!».

En mi cabeza me sentía idiota, podía haberme pasado de todo.

«¿Cómo se me ocurrió beber del vaso de un desconocido? ¿Cómo se lo cuento a mi madre?».

Todos mis músculos se destensaron, caí en ese abrazo como un globo que se deshincha. Me sentí humillado, enfadado y sobre todo acojonado.

—No puedo comprender por qué la gente hace esa clase de cosas a otras personas —dijo cortando el silencio, se apartó para verme la cara—. Tú no tienes la culpa de nada ¿Me oyes? NADA.

En un tonto intento para dejar de llorar y parecer sereno delante de esos brillantes ojos verdes, busqué la manera de cambiar de tema.

—Tengo hambre, ¿desayunamos? —le dije mientras esbozaba una falsa sonrisa de complicidad.

Sonrió con una mueca silenciosa, se levantó de la cama y me acercó la bandeja.

—Te he hecho chocolate con leche, lo siento, pero no me gusta el café. No suelo tomarlo, pero este va a ser el mejor chocolate que has tomado nunca —me dijo—. No tiene azúcar, es completamente caco puro, de Ecuador, me lo trae mi padre cuando se molesta a venir por Barcelona de vacaciones.

Tomé un sorbo, estaba caliente, pero al punto que se podía tomar sin abrasarse la boca. Estaba muy rico. Me fascinaba todo lo que me iba contando. Me quedé sorprendido de sus amplios conocimientos sobre el chocolate y le dejé que me siguiera ilustrando. Mientras lo escuchaba, me preguntaba cómo es que este chico se había preocupado tanto por mí, sin conocernos. Tampoco entendía cómo había acabado en su cama y no en la mía.

Pasamos un rato largo en la cama sentados. Para cuando miró el reloj, ya era mediodía. Me invitó a pasar al comedor para comer juntos, acepté. Sobre la otra esquina del sofá, había una camiseta blanca manchada de sangre coagulada y algo rota por una manga. Me senté en una silla, al lado estaba mi ropa y me percaté que vestía una enorme camiseta del alienígena Stitch, de Disney.

Nos sentamos en una esquina, volví a ver su mano herida.

—¿Dónde tienes el botiquín?

Me indicó con el dedo la puerta de un armario que estaba situada en la esquina de la pared, dentro saqué gasas y clorhexidina. Me senté frente a él, en una silla, abrí el paquete de gasas y humedecí la superficie con el líquido del frasco blanco. Al entrar en contacto con la herida, hizo una mueca de desagrado, el escozor debía de ser fuerte.

—Mi madre me sopla suavemente para calmar el dolor, no lo recomiendan, pero veo que morirás si no lo hago —empecé a soplar con suavidad, me fijé en esas grandes manos robustas, la suavidad de su tacto, el calor de su palma.

En la mesa empezaron a sonar mis pantalones de la noche anterior. Saqué el móvil del bolsillo y vi varias notificaciones sin abrir, la mayoría de Elena, de Jordi y de mi madre, preguntándome si iba a ir a comer a casa.

—Oye, debería irme, mi madre está preocupada ¿Te importaría que nos volviéramos a ver?

—Sin problema, mañana domingo estaré libre. ¿Quieres que te dé mi WhatsApp?

Cerré la puerta de madera negra con esa enorme mirilla de oro de casi dos palmos en forma de rosa. Bajé las escaleras fijándome que se trataba de una finca señorial de principios del siglo pasado. Al llegar a la planta baja había cuatro grandes columnas adosadas en las paredes de mármol blanco a banda y banda de la estancia. También el suelo era de mármol y contrastaban con un elaborado pórtico de hierro fundido con la forma de un dragón de Gaudí con la boca abierta.

Al salir a la calle me di cuenta de que estaba en lo alto de la calle Balmes, en donde los coches ascendían como si buscaran desesperadamente salir de la ciudad. Estaba a veinte minutos de casa, necesitaba estar solo y reflexionar lo que me había pasado, en cómo podérselo contar a mi madre sin preocuparla.

«¿Y si no se lo digo?», me dije.

Mientras todas estas alternativas se cruzaban por mi mente en cada calle, plaza o jardín que me cruzaba, mis ojos pensaron que era buen momento para descargar toda la adrenalina vivida en forma de llanto.

Dime algo para quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora