Capítulo 26

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Al salir del cine, fui con Albert hacia su piso. Vivía a una calle de la tienda, cosa que me iba de perlas porque al día siguiente me tocaba horario de apertura. Albert vivía en un piso compartido con Alejandra, una estudiante brasileña de arquitectura que se pasaba más tiempo de viaje que en casa. Como íbamos a estar solos esa noche, pensé que sería una buena forma de terminar esa cita. Albert me gustaba, se preocupaba por mí y necesitaba pasar página de una vez por todas. Escribí a mi madre para avisarle de que no iría a casa a dormir esa noche mientras recorrimos la Gran Vía en un bus nocturno.

Al girar por la calle del Duque, las imponentes fachadas barrocas del centro de Barcelona resaltan por el brillo de las cuatro farolas incandescentes anaranjadas que incendiaron el pequeño paseo mojado tras el paso del camión de la limpieza. Llegamos al número ocho. La puerta de madera estaba pintada de un color verde eléctrico. Resaltaban las aldabas en forma de aro negro y una boca dorada para el cartero.

Al cruzar la puerta, que Albert se había apresurado en abrir y hacer un gesto para que accediera con una sonrisa victoriosa, una preciosa escalera de piedra con barandillas del mismo material se alzaba por el patio de luces. Alrededor, las diferentes ventanas de los pisos iluminaban el espacio con un mosaico de colores, provocado por las diferentes cortinas de cocina y de algunas habitaciones que tenían salida a la escalera. En lo más alto del cuarto piso había un tragaluz de cristal, lo que dejaba ver la sombras de las nubes nocturnas y la poca luz que la luna proyectaba sobre la ciudad. Albert encendió las luces de la escalera, se iluminaron los peldaños con un sistema de LEDS de luz indirecta y tenue.

Subimos hasta el tercer piso, Albert, que iba por delante de mí, abrió otra puerta de madera con un gran ojo de buey de chapado metálico. «Adoro los pisos antiguos», pensé.

Al abrirse la puerta, había un pasillo que cruzaba de lado a lado la estancia. El suelo estaba formado por baldosas de cerámica de varios colores y formas inacabadas, parecían coronas azules, estrellas doradas, pétalos de rosas rojas, olas del mar de un azul eléctrico. El techo estaba soportado por macizas vigas de madera de pino restaurada con un barniz que reflejaba el suelo y a su vez, soportaba, un techo de pequeñas concavidades de bóveda catalana de color rojizo por ladrillos de terracota.

Fuimos hacia la derecha, a la habitación. Al final del pasillo había dos puertas blancas de madera, una estaba cerrada, era la habitación de Alejandra, la otra estaba abierta. Albert entró apresuradamente para encender una luz que había en la mesita de noche. La habitación era una gran estancia, casi tan grande como el comedor de mi piso. Estaba repartida entre la esquina en la que había la cama de matrimonio, un despacho con una estantería modesta de siete niveles con algunos libros y una planta sencilla, una aglaonema, junto a una ventana que daba a un modesto balcón. Finalmente, a mi derecha había un armario empotrado de madera de pino, a conjunto con las tres vigas que había sobre nuestras cabezas. Junto a la puerta al pasillo, había un pequeño espejo cuadrado y las letras en madera de la palabra Ohana.

—¿Ohana? —le pregunté.

—Sí, significa familia —me respondió mientras acomodaba cojines en la cama—, en una película lo dicen.

—¿Es muy importante la familia para ti?

—Por supuesto —me respondió mientras buscaba algo en el armario—, Mario es mi única familia. Mis padres cuando se enteraron de que era homosexual decidieron echarme de casa. No querían pasar vergüenza por tener un hijo gay. ¿Qué dirán sus amigos si llegan a enterarse? Mario se compadeció de mí y me dio trabajo, con el dinero de mi sueldo me he creado este hogar para mí.

—Supongo que fue duro para ti pasar por aquello —le dije mientras se acercaba con unas ropas perfectamente dobladas y agachándose en frente de mí, dejándolas en mi regazo.

—Lo fue —me dijo con los ojos vidriosos—, pero imagínate si hubiera preferido esconderme y fingir una vida que no estaba hecha para mí. Mario con el tiempo me ha demostrado ser mejor padre que los míos. Las Navidades las pasamos juntos al salir de la tienda y se preocupa por mí cuando enfermo. Una vez me trajo un caldo en un táper que se le cayó encima al abrir la puerta del piso. Por suerte ya estaba frío, pero me divirtió mucho verlo maldecir su suerte en cientos de insultos que jamás había oído decir antes.

—Mario es un tío de puta madre —dije.

—Y tú también —sonrió.

Nos fundimos en un beso muy tierno, sentí cada rugosidad de sus labios carnosos. Le agarré de la cabeza con firmeza, nos pusimos de pie. Atrapé su labio superior con mi labio inferior, nuestras manos recorrían con angustia nuestras espaldas. Pasé los brazos por detrás de su cuello, sus manos elevaron mi camiseta, dejando mi torso al descubierto. Hice lo mismo con él. Un cuerpo suave como la seda, delgado, se notaba que el gimnasio no era lo suyo, pero me resultaba igualmente atractivo.

Poco a poco sentí su cuerpo echándome hacia la cama, nos estiramos ambos, uno encima del otro, hundimos las sábanas con nuestros cuerpos. Su mano izquierda empezó a desabrocharme el pantalón. Le ayudé con las piernas para retirarlo. Me hizo una mamada, también dedicó tiempo en lamer la entrepierna, sentí cosquillas de las que no pude contener una risa. Albert se rio y regresó en busca de un beso.

Después de besarnos, le incorporé, echando su cuerpo fuera de la cama. Yo me acomodé, esta vez sentado, para devolverle la mamada. Vi los dedos de sus pies contraerse. Pasados unos minutos, lo tumbé y fui yo quien tomó las riendas de nuestro coito. Follamos, lentamente, sin prisa, nos mordimos los cuellos, también los labios. Nos besamos por todos los rincones de la cara. Me sentí deseado.

Lo tumbé, y fui yo quien le penetró, sentí el calor de su ano abrirse al paso de mi miembro, el jadeo de Albert sonaba como una preciosa melodía. Mientras lo tenía rendido a mí, le acaricié la espalda con las yemas de mis dedos, vi como se contraía de placer. Tres posturas diferentes más y nos corrimos casi a la vez. Nuestros pulmones ansiaban el aire cuando terminamos, estábamos exhaustos.

Me puse el pijama improvisado que anteriormente Albert me había cedido para pasar la noche. Le pedí pasar al baño antes de acostarme. Cruce el pasillo nuevamente, un modesto espacio con un sofá y un televisor deducía que era el comedor. Enfrente me encontré una cocina modesta y alargada con una ventana que daba al patio interior del edificio. A la izquierda una puerta de madera, encendí la luz. Escondía un baño de azulejos blancos, un espejo redondeando de marco negro de metal, un lavamanos clásico de cerámica con pie, una bañera con un saliente de cabezal de ducha y el baño a su lado.

Me lavé la cara y me pasé un poco de pasta de dientes con el dedo. Regresé a la cama, Albert me esperaba escondido entre las sábanas, con una abertura que indicaba el lado en el que iba a dormir. Nos besamos nuevamente, nos abrazamos estirados, sentí el calor que desprendía su cuerpo al lado del mío.

—Me ha gustado mucho pasar esta noche contigo —le dije.

—A mí también, Henry.

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