Capítulo 8

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Nos quedamos tumbados, uno al lado del otro, mirándonos. Sus ojos verdes analizaban minuciosamente mis labios, mis cejas, la curvatura de mi sonrisa bobalicona. Yo dibujaba círculos sobre su hombro con el dedo índice. Nos fundimos en un beso lento, tierno.

—Se nos ha hecho tarde —dijo con una voz aterciopelada, como un susurro.

—Me da igual —respondí —¿Qué hora debe ser?

Me acerqué al pantalón que había quedado tirado en el suelo, al borde de la cama. Activé la pantalla, eran las nueve y media de la noche.

—Las nueve y media —le respondí mientras me reincorporaba frente a él.

—¿Te apetece cenar conmigo esta noche? —me suplicó con una mirada tan tierna que le perdonarías la vida.

—Por supuesto.

Le brilló la cara de golpe, se giró y se incorporó por el otro extremo de esa cama king size. Al levantarse, vi cada músculo trabajado de su espalda. Acto seguido se volteó para mirarme y dijo:

—¿Te apetece antes de cenar, que nos duchemos juntos? —a lo que acepté nuevamente.

El baño estaba situado contiguo a la habitación de Álvaro. Era un espacio muy oscuro e íntimo, producido por sus paredes y suelos de cerámica negra que simulaban el efecto de la piedra natural. Pasé por ese espacio con mis pies desnudos, sintiendo la irregularidad de ese suelo bajo mis pies.

Al fondo se podía ver una ducha, apenas separada por una mampara de cristal. Toda la posibilidad de luz que podía hacer iluminar ese espacio salía por detrás del espejo grande, situado frente a los dos grifos de color negro y un lavamanos blanco reluciente. Del mueble inferior, Álvaro sacó una toalla limpia y muy voluminosa, me la dejó sobre una esquina del lavamanos. No pude resistirme a acariciar la toalla con la yema de mis dedos, era la más suave que había tocado nunca.

Álvaro me cogió la otra mano y me introdujo dentro de la ducha. Parte del mecanismo de la ducha estaba escondido tras la piedra de cerámica, solo se veía un cubo de plata que hacía de mando y un teléfono rectangular a juego colgado frente a nosotros. Con un giro de muñeca hizo que lloviera sobre nuestras cabezas en ese espacio tan escueto.

El agua caía sobre mi rostro cálido, sentí sus manos pasearse por la comisura de mis labios, nos fundimos en un beso. Al lado del mecanismo de la ducha, había un espacio encastado de la que servía para dejar los diferentes potes de jabón. Álvaro cogió un poco de uno de los botes de color beige brillante con la mano y en seguida empezó a masajearme la cabeza, el ambiente empezó a oler a cerezo.

—Este champú viene de Japón, se llama Sakura, espero que su olor a cerezo te ayude a transportarte al país del sol naciente —me dijo mientras me frotaba mi corta melena.

Inhalé muy profundo. Me embriagaba ese olor, era muy dulce. Luego fui yo quien agarró champú y le devolví el masaje a Álvaro. Vi su cara sonreír, lo que me provocaba una felicidad incontrolable. El agua seguía cayendo sobre su pelo, a lo que caía sobre los hombros, y estos se escondían por cada músculo de su abdomen hasta llegar al suelo.

Volvió a abrir los ojos lentamente, se giró, esta vez con otro nuevo jabón en la mano.

—Si el anterior te ha gustado, con este vas a disfrutar aún más. Es de naranja y lavanda, cuando lo huelo me recuerda a las calles sinuosas de Marruecos —me dijo mientras me frotaba los brazos.

Los olores cítricos reemplazaron los anteriores aromas que llenaban el espacio. Le cogí espuma de mi pecho y se lo puse sobre el suyo. Nos masajeamos cada músculo de la piel, con mimo. Álvaro estaba callado, concentrado en memorizar el camino de vuelta de mi piel. Nos fundimos en un abrazo bajo el agua de la ducha que acabó siendo en otro precioso beso. El agua nos iba retirando los restos de nuestro masaje improvisado.

—Quédate el tiempo que necesites aquí, yo voy a empezar a preparar la cena —me dijo mientras se retiraba de nuestro pequeño cubículo.

Me fijé en la espesa niebla que había surgido de los vapores de esa ducha con Álvaro. Él se secó rápidamente con una toalla ubicada detrás de la puerta y salió hacia la habitación. Al poco tiempo cruzó la puerta con un pijama de manga corta y el pelo aún húmedo en dirección a la cocina, supuse.

Me quedé solo en ese espacio oscuro, la puerta entre abierta, coqueteando con el agua y oliendo mi piel a las naranjas del campo de Valencia del verano anterior. Giré al lado opuesto el cubo metálico y el agua cesó. Me abrigué con la toalla que Álvaro me había dejado preparado y salí del baño siendo otro yo, uno que empezaba a soñar en cuentos de hadas.

Al volver a la habitación, vi que Álvaro había dejado un pijama perfectamente doblado en la esquina de la cama para mí. Me vestí con ese pantalón de color rojo de algodón y esa camiseta gris claro y me propuse llegar a la cocina a ver qué se le había ocurrido a Álvaro cocinar en nuestra primera cena juntos.

Un olor a incienso ocupaba el comedor, en un lado de este habitáculo había un televisor gigante, unas puertas correderas de cristal escondidos tras unas cortinas finas de color blanco, un sofá y una butaca reclinada de piel negra. Al otro, una cocina integrada al comedor, con una isla gigante de mármol blanco y tres sillas de maderas que se posaban frente a la vitrocerámica. Detrás estaba Álvaro, rodeado de un variado surtido de verduras. Tomates, pepinos verdes y rojos, ajos. También había pan y aceite.

—¿Vives tú solo aquí? —le pregunté.

—Sí. Era el piso de mis padres, por eso solo tengo que aguantar el poco tiempo que mi padre hace negocios en Barcelona. Luego se pasa todo el año fuera y me quedo solo aquí —me contestó.

Empezó a introducir por la batidora de vaso parte de sus ingredientes, puso la tapa y empezó a licuar en su interior una mezcla que tendría el color de un atardecer de verano. Sacó una cucharita de un cajón de la isla centra, cogió un poco de la mezcla que había surgido y la probó.

—Está perfecto. He hecho salmorejo para cenar, espero que a ti también te guste —me dijo mientras cortaba unos cubos de pimientos.

En dos grandes boles de cerámica blanca, Álvaro puso el salmorejo directamente de la batidora. Luego se dedicó tiempo en decorar la superficie con los cubitos de pepinos de dos colores y lo culminó con dados de jamón serrano que tenía dentro de una bolsa térmica en la nevera.

Me acercó los dos boles y se sentó a mi lado después de servir dos grandes cucharas de diseño, papel de cocina y un par de vasos con agua fría. Disfruté de la cremosidad de esa sopa, sentía orgullo de la mano que tenía Álvaro en la cocina. Él me seguía atento con la mirada hasta que me escuchó disfrutar de su salmorejo.

—Enric, eres superespecial —me dijo.

—¿Por qué lo dices? —le pregunté curioseado por esa afirmación.

—Nunca he estado con un chico tan cariñoso con el que acabara cocinando en la primera cita —empezó—. Siento ganas de vivir pegado a ti. Tú has hecho que mi corazón lata cuando parecía que había perdido la ilusión de enamorarme otra vez.

Me enrojecí.

—No era consciente del poder que tenía sobre ti, Álvaro —le dije coqueteando.

—Ya sabes, Spider-Man, «un gran poder conlleva una gran responsabilidad» —me dijo burlón.

—¿Te gusta Spider-Man? —le pregunté ilusionando, sintiendo otra cosa en común con él.

—Me encanta, todos hemos crecido salvando a Nueva York de los peores villanos.

—¿Te apetece que veamos la de Tom Holland?

—¡Vale!

Como hacía horas que había salido, le advertí que tenía que avisar en mi casa de que iba a pasar la noche fuera. De ese modo, fui a coger el móvil de la habitación para avisar a mi madre de que pasaría la noche fuera.

Después de mandar el whats, regresé al comedor. Álvaro había terminado de recoger la cocina y me hizo un gesto para que me sentara en el sofá, frente del televisor. Nos sentamos juntos, él puso su mano sobre mi pierna, yo la cabeza en su cuello.

«¡Qué feliz me siento a tu lado!».

Dime algo para quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora