Capítulo 7

47 7 5
                                    

Tras el banquete, sentí como mi estómago se lamentaba por el último bocado del pastel. Decidimos caminar por el precioso pueblo de costa. Pasamos al lado de una pequeña cala coronada por un bote de madera pintado en color blanco y rojo y que llevaba la inscripción del nombre del pueblo escrito a mano. Apenas un único bañista se atrevió a adentrarse en las aguas, pues el frío no invitaba.

Al final, acabamos sentados en un precioso banco de madera situado en lo alto de una calle, era un precioso mirador ante la grandiosidad y calma del Mediterráneo. El viento no perdonaba nuestros cabellos y aproveché para reposar mi cabeza sobre su hombro. Él pasó su brazo por detrás de mi cuerpo, reposó su mano en el hombro más alejado y me apretó para tenerme más cerca de él.

—Habría esperado toda una vida para disfrutar de esto con alguien tan especial como tú, Enric —cortó el silencio.

Mi cara no podía esconder la ilusión que me había hecho poder oír esas preciosas palabras, ese cumplido, en la voz grave de Álvaro. Le abracé más fuerte.

—Te he contado muchas cosas sobre mi vida, ahora te toca a ti —me dijo—. ¿Quién es Enric Martí?

Me quedé en blanco, así que empecé a recitar un resumen de mi vida, como cuando te presentas delante de la clase.

—Pues me llamo Enric Martí, tengo diecinueve años, estudio Ciencias Políticas en la Universidad de Barcelona. Vivo con mi madre y mi hermana —empecé.

—¿Cómo se llaman?

—Mi madre se llama Sandra, es mi mejor amiga. A veces se le va la olla y empieza a hacer bromas, cocina genuinamente bien, es enfermera en el Hospital de Sant Pau. La verdad es que nos tuvo, a mi hermana y a mí, muy pronto, a los veinticuatro años. Nos ha criado sola, porque mi padre, al poco de nacer yo, decidió empezar una nueva familia en Alemania —le conté—. No tengo nada de relación con él, salvo que debe de estar muy bien.

—Al parecer los dos somos ejemplos de tener un buen ambiente familiar con nuestros padres —me respondió, a lo que reímos.

Sentí nuevamente su brazo acercándome más a él.

—¿Y tu hermana? —preguntó.

—Hemos tenido nuestros más y nuestros menos. Arlet es un poco especial, al separarse nuestros padres dejó que le consumiera la tristeza. Estaba muy apegada a él, tanto que le diagnosticaron el síndrome de Edipo. Tan grave fue ese golpe para ella que mi madre la llevó a terapia para que pudiera encajar ese golpe emocional —le expliqué—, ahora, con el tiempo, lo ha llevado mejor, se sacó con nota la carrera de económicas y trabaja en una sucursal de un banco.

—¿Tu familia y tú habéis hecho piña en todo este tiempo, verdad? —me preguntó nuevamente mientras vi de reojo un atisbo de tristeza en su mirada.

—Sí, estamos bien ahora —le respondí melancólico, observando las olas inquietas chocar en el acantilado que teníamos a nuestros pies y cerrando mis brazos en sus hombros.

Me incorporé para ver su mirada, le sonreí compasivamente y le besé. Este nuevo beso lo sentí como con mucha nostalgia. Podía sentir en sus labios su soledad acumulada, los miedos de un Álvaro echando de menos a su madre y la falta de su otra mitad, su hermano. Y lo tremendo que podría haber sido no haber sentido el cariño de su padre.

«No he estado tan completo hasta que te sentí rodeado entre mis brazos, Álvaro, pienso devolverte la felicidad en esos ojos verdes que ahora observo». Necesitaba decirle.

Vi una lágrima hacerse camino por su mejilla. Se apartó, yo lo miré mientras se apartaba esa lágrima con la mano, brusco, varonilmente.

—Me apetece llevarte a un lugar —me dijo mientras se incorporaba.

Dime algo para quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora