A pesar del aire que hacía, había un cielo despejado. Habíamos quedado entre las torres Mapfre y el hotel Arts, en un descampado que separaba la playa del Somorrostro con el puerto olímpico.
Había poca gente paseando, algunas parejas, grupos de jóvenes que empezaban a disfrutar del inicio del fin de semana y turistas alemanes que hacían mucho ruido a lo lejos. Carles llegó vistiendo un traje de color azul marino y camisa de cuello mao.
—No me has avisado que tenía que vestir de etiqueta —dije molesto.
—Ni te preocupes, vas muy bien vestido para lo que tengo en mente —dijo complaciente.
La verdad es que comparándolo, mis tejanos azules, zapatillas amarillas, a juego con mi sudadera, parecía que iba bastante tirado. Carles me besó en los labios y me dirigió al final del paseo de cemento. Bajamos por unas escaleras de hormigón hasta descender un piso.
Ahí había un lujoso restaurante con grandes ventanales en el fondo del que se podía ver las embarcaciones ancladas en el puerto a nivel del agua. Las enormes lámparas de ese comedor eran hojas de monstera, recubiertas de pan de oro, y que hacían contraste con los blancos manteles. La luz cálida que se difuminaba en el techo.
—Hola —dijo Carles a una estirada maître que estaba erguida tras un mostrador de cristal—. Tenemos mesa en Eulalia.
—Por supuesto —respondió la chica antes de hablar por el pinganillo que le colgaba de la oreja izquierda—. Todo está listo, los acompañará mi compañero Marcos.
El chico, de prominentes rizos, vestía un uniforme blanco y negro perfectamente planchado. Asintió la orden lanzada por su compañera.
—Por aquí, síganme, si son tan amables.
El chico empezó a caminar frente de nosotros, sorteando varias mesas hasta llegar al cristal. Deslizó un cristal y salimos al exterior, el olor a sal inundaba el ambiente. Caminamos cinco minutos más por una pasarela de cemento, rodeando dos enormes yates lujosos de cuatro pisos. Cuando pasamos el segundo de los yates, vimos una embarcación de madera atracada en el fondo. Era un bergantín con las velas resguardadas, una embarcación de doble mástil.
Nos acercamos hasta una pasarela de metal, en ese momento el chico nos hizo un gesto para que accediéramos. Miré a Carles, estaba tan asombrado como yo, pero al verme emitió una sonrisa complaciente.
Caminé por la pasarela hasta acceder a la cubierta del navío. Ese barco lo habían adornado para ver el atardecer, colocaron tiras de bombillas colgantes que iban de la popa hasta la proa.
—¿Dónde me has traído? —le dije.
—Nos han invitado a un concierto en el mar, una discográfica presenta a un nuevo artista esta noche.
—¿Y cómo es que nos han invitado? —no entendía nada.
—El cantante es amigo mío.
Nos sentamos en una esquina de la cubierta, en una mesa con tres sillas. Al mismo tiempo, un camarero se nos acercó con un par de copas de cava. Brindamos.
En la cubierta había unas treinta personas, la mayoría iban tan bien vestidos como Carles, parecía un desfile de un catálogo de trajes de fiesta y la media de edad superaba los cuarenta años. Carles y yo éramos los únicos que no llegábamos a los treinta.
La ciudad quedaba proyectada por el intenso rojo de la puesta de sol. Un par de camareros introdujeron la pasarela de nuevo y empezamos a movernos lentamente por el puerto. La imponente sombra de los edificios de primera línea de mar nos miraban con envidia. Corría la brisa.
—Quiero que sepas que este tipo de eventos no suelen ser frecuentes en mi vida, prefiero los planes más normales, pero quería darte una sorpresa.
—Lo has conseguido —le confesé.
ESTÁS LEYENDO
Dime algo para quedarme
RomanceEnric, un joven con una vida tranquila y predecible, nunca imaginó que un encuentro casual con Álvaro cambiaría su mundo para siempre. Desde el primer momento, el magnetismo de Álvaro despierta en Enric sentimientos y deseos que jamás había experime...