Capítulo 50

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Pasaron las semanas, disfrutamos juntos de las Navidades en casa de Rober. Ese pequeño piso del Raval se había convertido para mí en un refugio de paz en medio de todo el bullicio de la ciudad. Rober nos exhibía pequeños pases privados de sus próximos números que iba a realizar en el club. No preguntaba, nos obligaba a verlos y punto, al fin y al cabo era su piso. Ahí ponía a prueba sus primeros monólogos y nos sacaba a bailar en ese reducido comedor convertido en sala de espectáculos.

No recordaba divertirme tanto en las fiestas hasta ese invierno de 2024. Rober y Álvaro se habían convertido en parte de mi familia, por eso le pedí a mi madre y a mi hermana acogerlos la noche del treinta y uno. Entre risas, copas de cava y muchas miradas de complicidad, mi madre Sandra y mi hermana Arlet conocieron a mi nueva pareja al fin.

Rodeados de gambas, jamón ibérico y una cazuela de zarzuela que estaba a punto de evaporarse, celebramos la entrada del nuevo año en el comedor de casa. Mi madre estaba pletórica, feliz con nuestros nuevos invitados y me sorprendió, porque Rober no dejaba de hacer expresiones cubanas que no entendíamos ni la mitad, pero sonaban graciosas.

Cuando nos despedimos en la puerta, para que Álvaro y Rober pudieran regresar a casa aquella madrugada, Álvaro se giró hacia mí y me dijo: «Mañana a las 15 h te vendré a buscar, tengo un regalo de Navidad para los dos». Le besé muy fuerte, mi niño interior no podía esperar para conocer la sorpresa que había maquinado el chico de mis sueños.

Al día siguiente, un mensaje de Álvaro precipitó que bajara las escaleras a la velocidad de la luz. Al salir a la calle me encontré a Álvaro subido en su moto de siempre.

—¿Pero cómo? —le pregunté sorprendido, hacía tiempo que no le había visto en moto, supuse que Pablo se la habría quedado.

—Hablé con Pablo y le pedí que me la vendiera —dijo orgulloso quitándose el casco, a lo que le dejó alborotado sus cabellos rizados. Me tiré sobre él en un beso mientras pasaba las manos por detrás de su nuca.

Me monté a mi asiento reservado en esa moto que parecía relucir como nueva. Salimos de Barcelona por la Diagonal, a pesar de ser invierno, hacía buen tiempo, era una tarde soleada y sin aire, parecía casi primaveral. Álvaro parecía cortar el aire con la moto, yo solo podía pensar en lo inmensamente feliz que me hacía volver a sentir el tacto de su piel con la mía. Media hora más tarde pasamos San Sadurní de Noya, un municipio famoso por elaborar el mejor cava y vino de toda la región. El pequeño municipio de piedra estaba rodeado por hectáreas de cultivos de viñedos en todas las direcciones.

Álvaro salió por unos caminos de tierra. Las ruedas de la moto dejaban una estela de tierra en suspensión tras nuestro paso. Alguna piedra provocaba que ambos saltásemos sobre el asiento. Al final, llegamos a una pequeña cabaña de madera que tenía un pequeño letrero pintado a mano en el que se leía: «Hotel de las estrellas».

Tras dejar nuestros DNI en la recepción y recibir algunas instrucciones de un amable trabajador que vestía un polo azul, nos volvimos a montar en la moto y partimos viñedos más allá. En poco tiempo empecé a vislumbrar unos edificios hinchables en forma orbicular a ambos lados del camino. Llegamos a unos hinchables con el número 72 pegado en vinilo en lo que parecía ser la puerta. Álvaro sacó el pie de la moto, me ayudó a bajar y tras sacarnos los cascos me besó nuevamente.

—Bienvenido a nuestro oasis —dijo orgulloso.

Con esa bienvenida, ambos accedimos al interior. Se trataba de un curioso hotel con vistas al exterior. Con forma de bola de plástico, dividido en tres espacios, siendo el dormitorio el principal, el más amplio y situado en el centro, íbamos a pasar la noche en mitad de la nada.

En un cubículo más pequeño había una bañera y en la otra, un baño. Sobre la cama había un par de copas y una botella de vino blanco y una nota: «Les deseamos una plácida noche. A las nueve les dejaremos el desayuno».

Me tiré sobre Álvaro, con la mala fortuna que ambos nos caímos sobre la cama.

—Eres increíble —le dije.

—Creo que nos vendría bien a los dos poder hacer una escapadita —me robó un beso—, feliz año nuevo, Henry.

Tras pasar unos minutos tumbados, acariciándonos la espalda, Álvaro tomó la iniciativa, con una mano cogió la botella y la puso sobre nuestras cabezas.

—¿Quieres hacer un brindis? —dijo.

Me incorporé, agarré las copas y le sujeté ambas mientras Álvaro hacía amago de la masculinidad que desprende cuando usa su habilidad con el sacacorchos para sacar un tapón de corcho. Seguidamente, sirvió ambas copas hasta la mitad, dejó la botella sobre una pequeña mesa de madera y me ofreció la mano.

—Ven —dijo agarrándome la mano.

Ambos nos pusimos de pie, salimos al exterior y con una suave brisa, brindamos mientras a lo lejos, donde la silueta del pequeño municipio, cuyo campanario de piedra corta el horizonte, Henry y Álvaro eran dueños de sus vidas.

Álvaro se retiró y regresó con una enorme manta de color blanco que rápidamente me puso sobre los hombros, luego se intentó meter dentro, mientras yo le abrazaba. El cielo empezó a enrojecerse de manera tan vívida como el color del vino, poco a poco pasaría a amarillos intensos, hasta que lentamente se ahogaría en un mar de azulados.

Frente a nosotros se impuso la noche, los grillos empezaron a cantar a lo lejos. Regresamos al interior del cubículo. En el interior había un calefactor que mantenía una agradable temperatura. Me empecé a desvestir y dejé la ropa perfectamente doblada sobre una mesita.

—¿Te apetece bañarte? —pregunté coquetamente a Álvaro.

Sus ojos no podían ser más claros, en menos de lo que salta un grillo, estaba desnudo frente a mí. Él entró primero e hizo un gesto para que entrara y me pusiera encima. Bajo el agua, las manos de Álvaro empezaron a jugar con mis pezones, mientras, él me mordía discretamente el cuello.

Entre jadeos, me apretó con fuerza con sus brazos a su cuerpo, el enorme bulto de su pene empezaba a palpitar bajo mis glúteos. Mi pene ya estaba erecto en su máximo esplendor, cuando Álvaro empezó a masajearme con ganas mi polla.

Saqué las piernas de la bañera para intentar alzar mi culo y poder introducirme su polla en un movimiento certero, pero era completamente imposible, Álvaro no daba su brazo a torcer y era prisionero de los placeres que me proporcionaba.

Minutos más tarde salimos de la bañera, nuestras pollas estaban más duras que una piedra, Álvaro se puso el preservativo y terminamos follando en una esquina de la cama. Álvaro sentado, yo encima. No podía dejar de jadear, era el mejor polvo que había tenido en el año y medio que no nos habíamos visto y él, no había dejado de ser mi dios griego.

A mitad del coito, Álvaro me mordió la oreja, yo sentía todo su miembro dentro de mí y dijo cinco palabras que cambiarían nuestra relación, «ahora te toca a ti». Tras ponerse a cuatro, esa noche acabé corriéndome dentro del preservativo y en el interior de Álvaro, con su espalda arqueada y dejando visiblemente un precioso culo musculoso. Álvaro acabó antes, le pareció tan agradable la sensación de hacer de pasivo, que llegó al orgasmo sin apenas tocarle.

Tras lavarnos un poco, regresamos a la cama, nos metimos dentro de las sábanas. Álvaro pasó su brazo por debajo de mi nuca, dejando libre la mano para acariciarme el cabello, yo le acariciaba su pecho mientras escuchaba el latir de su corazón. Así estuvimos hasta que me quedara dormido viendo las estrellas sobre nosotros. Esa noche mis sueños se hicieron realidad.

Dime algo para quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora