Capítulo 36

29 6 13
                                    

No había llegado aún noviembre, pero el profesor de historia contemporánea ya nos había mandado un trabajo sobre algún episodio reciente de nuestra historia. Me sentí aliviado cuando vi que me había tocado hacer la presentación junto a Carles, mientras Elena lo hacía con Jordi y Jon con otro chico de la clase.

La tediosa Berta le había caído a una repetidora, todos nos compadecimos de ella, pues era sabido por todos que Berta en los trabajos se adjudica las conclusiones y la introducción, para no dar palo al agua. En primero dejó grandes afirmaciones para la historia, tales como: «La pobreza es una elección personal», «La economía española la sustenta el Zara y mi padre». Y mi favorita: «La ideología más perversa de nuestra sociedad es la vendedora de las tiendas de segunda mano».

—Espérate que ya me siento ilusionada para ver cuál será la conclusión de Berta en este trabajo —dijo Jordi.

—Yo ya me imagino cosas como: «La Segunda Guerra Mundial la podría haber frenado la cabra de la legión con su tierna mirada» —dijo Elena.

Nos reímos.

—¿Te apetece hacer el trabajo sobre la caída de la URSS? —me preguntó Carles.

—Vale —le respondí.

Al salir de clase, nos quedamos en su piso para empezar a buscar información en Internet. Carles vivía con sus padres en Vallcarca, un barrio conocido por sus calles empinadas a media altura de Collserola. El piso tenía todas las ventanas dirigidas al mar. Desde ellas se podía contemplar una preciosa panorámica de la ciudad. «Qué afortunado debe sentirse vivir aquí», pensé. Las paredes de su habitación estaban empapeladas por pósteres de grupos de K-pop, algún manga que no sabía reconocer por las letras japonesas y una luz led en forma de piña con gafas de sol.

Nos sentamos frente a su mesa de escritorio, cabíamos a duras penas los dos, abrimos los portátiles y empecé a buscar información.

—Podíamos entrar por la debacle económica que suponía mantener el imperio comunista —dijo Carles—, es interesante especificar que la caída de la URSS es debido a su fracaso de la economía planificada.

—Joder —me sorprendió empezar fuertes cuando apenas me había ojeado ni la Wikipedia—, me parece genial, también podíamos hablar del régimen político.

—¿A qué te refieres? —preguntó Carles, a lo que me sentí intimidado, por si la había cagado.

—Stalin era el sucesor de Lenin, pero este segundo se postuló para que no le dejaran a que accediera a liderar el partido comunista porque lo consideraba brusco. —Empecé a leer la Wikipedia y me guiaba con el dedo—. Su mano de hierro hizo que desapareciera la oposición a su gobierno, el asesinato de Kírov, los cientos de ejecuciones firmadas, los encarcelamientos y reclusiones en campos de concentración del Gulag

—Si eso es lo que más te interesa, me parece bien, podíamos hacer un trabajo a dos niveles —dijo Carles complaciéndome—, tú te encargas de Stalin y su mano de hierro, que tras su muerte, era imposible mantener, y yo, me encargo de la económica y hablo de Gorbachov.

—¡Buaaa, este trabajo será de diez! —le dije sorprendido de nuestra facilidad para congeniar.

—Seguro que juntos sacamos algo decente.

Estuvimos varios minutos sin hablar, en silencio, solo se escuchaba el sonido de nuestros teclados en cada pulsación. Carles tenía la mirada endurecida, estaba concentrado en cada palabra que escribía en nuestro documento de Google. Escribía a una velocidad desmesurada. De vez en cuando, me observaba, sonreía, y volvía al trabajo. Yo le miraba también, en silencio, con temor a romper esa concentración que habíamos creado. Entre fechas y diferentes eventos históricos, pensé en lo bien que le quedaba la camisa marrón abierta, descubriendo una camiseta de algodón blanca y sus tejanos.

A través del cristal de sus lentes vi su pantalla reflejarse, luego coincidí con su mirada, sonreímos juntos. Volví de inmediato a hundirme en mi parte del trabajo, pero me distrajo su rodilla en contacto con la mía, mi corazón palpitaba a mil por hora, sentí mi piel anhelar a Carles, pero al ver que no iba a más, busqué la serenidad de mi interior y seguí trabajando.

Al poco rato se escuchó unas llaves caer sobre el mueble del recibidor.

—¿Carles, estás en casa? —una voz femenina gritaba al otro lado de la puerta.

—Sí —respondió—, ha venido un compañero de la facultad para estudiar.

—Hola —dijo una mujer con una larga melena negra asomándose por la puerta—, ¿Carles te ha invitado a merendar?

—Hola —me puse nervioso, me alcé y me acerqué a ella para darle dos besos—, no, pero tampoco tengo hambre. Gracias.

—¿Te gusta el café? —dijo la amable mujer—, tenemos una cafetera increíble.

—Mamá —se quejó Carles en mi espalda.

—Lo lamento, pero no me gusta el sabor del café —le indiqué.

—Bueno, si te apetece algo, hay comida en la cocina —dijo con amabilidad—, por cierto, soy Carmen.

—Yo Enric, pero mis amigos me llaman Henry.

—¿Enric? —la mujer dudó unos segundos y luego esbozó una sonrisa tan amplia que descubrió todos sus dientes—, bueno, no molesto más, bienvenido a nuestra casa Enric.

—¿Qué le ocurre a tu madre? —le pregunté a Carles mientras volvía a la silla.

—Nada —dijo muy escuetamente, mientras su cara enrojecía—. ¿Cómo lo llevas, el trabajo?

—Acabo de poner las fuentes y he encontrado un fragmento del discurso de Lenin en su último congreso, hablando de Stalin, pienso que está quedando genial —le dije orgulloso.

—Perfecto —dijo satisfecho—, yo ahora estoy redactando la noche del 9 de noviembre de 1989.

—¿Esa no es la caída del muro de Berlín? —le pregunté.

—¡Eureka! —dijo Carles—, eso precipitó una política reduccionista de las colonias de Rusia.

Seguimos tecleando, apoyé la rodilla sobre la suya, su mano se puso encima, me acariciaba con mucho cariño, nos miramos nuevamente. Sentí mi corazón arder, sentía que algo estaba sucediendo entre nosotros, que iba más allá de la lógica. Eché mi cuerpo hacia Carles, él identificó el gesto y se acercó a mí, cerramos los ojos, de golpe, sentí sus dientes, chocar con los míos. Nos reímos.

—Perdón, ¿estás bien? —me preguntó.

—Sí —seguí riendo.

Para evitar volver a romper ese beso, agarré con las manos su cabeza, incliné ligeramente la mía y le besé. Sus labios se abrían y cerraban con ansiedad, su lengua entró poco a poco, con torpeza, lo que demostraba que Carles había practicado poco. Le ayudé con mi lengua a que pudiera encontrar el movimiento para hacerlo bien, relajadamente. Nos fundimos, sentí que se había tranquilizado y sus labios entendieron como besarme. Nos separamos lentamente, abrí los ojos y Carles me siguió pausadamente, alargando la sensación. La luz del atardecer le otorgaba un color naranja a su piel.

—Guau, qué bien besas —dijo.

—Tú tampoco lo haces mal.

Volvimos a besarnos un par de veces más. Terminamos el trabajo en una tarde y con la noche cayendo sobre la ciudad, volví andando, caminando sobre el viaducto de Vallcarca, un puente altísimo de piedra que conecta dos colinas que me acercaban con la boca del metro de camino a casa.

Dime algo para quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora