Capítulo 42

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—Te agradezco que hayas podido venir —dijo Álvaro mientras yo dejaba la chaqueta sobre el respaldo de la silla.

—No hay de qué, me hacía ilusión volverte a ver, Álvaro —le confesé.

Vi una mueca de complicidad en su rostro. Nos encontramos en una cafetería que conservaba el mármol y los revestimientos de madera de finales del siglo XIX. Un camarero tomó nota en una pequeña y sucia libreta de papel, al poco rato regresaba con una taza de porcelana y un chocolate espeso. En un pequeño plato, que había dejado al lado, había seis churros bañados con una sutil capa de azúcar.

—No he dejado de pensar en ti —rompió el silencio.

—Ya —le respondí, algo decepcionado.

—Pablo me quitó el móvil, más bien lo rompió pisándolo en el suelo de la habitación. Su ira lo llevó a coger un martillo y golpearlo hasta hacerlo añicos —me miró con la mirada buscando un recelo de empatía.

—Pero no me has contado qué hacíamos en su piso y por qué decía que era tu marido —le recriminé.

—Tienes razón, Henry. ¿Por dónde empiezo? —Resopló profundamente, como si lo que se avecinaba fuera algo muy tedioso de contar—. Cuando murieron mi madre y mi hermano gemelo, mi padre se sumió en una tristeza que intentaba llenar con el alcohol. Bebía por la mañana, por la tarde y también por la noche. Bebía tanto que no podía hacerse cargo de mí. A veces me dejaba con los vecinos para que pudiera dormir la mona. Esto ocurrió un par de años, luego servicios sociales redactó un informe en el que incluía palabras como «desatendido por días», «malnutrido» y «falta de higiene». Todo eso llevó a que me llevaran al circuito de casas de acogida.

Escuchar la vida de Álvaro lograba encogerme el corazón, me imaginaba ese pequeño niño aterrorizado por su inestabilidad, pasando de manos como si se tratase de un objeto.

—No te creas que los padres de acogida son mucho mejores, muchos acogen a cambio de cobrar las paguitas para nuestros cuidados. Una vez tuve suerte y pasé seis meses en casa de una mujer de avanzada edad, se llamaba Emilia. Ella sí se preocupaba de mis estudios. A ella le debo mi cumpleaños, fue la primera persona que me organizó una pequeña fiesta de cumpleaños en mi vida. Compró una modesta tarta del supermercado de chocolate, mi favorita, puso un par de globos y me cantó por primera vez el cumpleaños feliz —dijo emocionado—, ¿sabes lo mejor de todo?

Esperó una respuesta por mi parte, pero permanecí callado, atento.

—Ella decidió que mi cumpleaños fuera el 8 de febrero.

—¿Cómo que lo eligió? —pregunté sorprendido.

—Como se había perdido la partida de nacimiento y pasé por muchas manos, nadie podía asegurar cuando era mi cumpleaños. A mi sexto cumpleaños, según ella, elegimos el 8 de febrero para que fuera mi día. Cada 8 de febrero la Iglesia Católica celebra el santo de San Jerónimo Emiliani, un religioso italiano, creo, que consagró el servicio a los más necesitados. Imagínate lo que significaba eso que fue declarado por el papa Pio XI Patrón universal de los huérfanos y de la juventud abandonada. Y como yo fui abandonado por mucho tiempo, él iba a ser mi santo, según Emilia.

—Impresionante —exclamé, sorprendido.

—Mi vida hubiera sido muy diferente si no fuera que a los pocos meses de vivir con ella, su casero la quiso echar del piso y se las apañó para declararla inquilina no pagadora. A golpe de mazo, el juez envió a la policía a echarla del domicilio. Cuando los mossos echaron la puerta abajo, Emilia había muerto de forma repentina de un ataque al corazón —se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas—. No pudieron hacer nada por ella, ¿te imaginas como debió ser para mí, ver que no respiraba, Henry?

Álvaro sintió que había subido el tono y que algunos individuos de las otras mesas empezaron a mirarle preocupados. Recapacitó y siguió.

—Fue la primera persona que sintió compasión por mí, la primera que tenía esperanzas de que yo saliera adelante. —Tomó unos segundos para reflexionar y secarse alguna lágrima que había caído sobre las mejillas—. Así que volví al circuito de servicios sociales, pero como ya era mayor, ninguna familia quiso acogerme y terminé en un centro en el que compartía dormitorio con dieciséis hermanos más. A los diecisiete hui de ese sitio, no me sentía querido y decidí buscarme la vida. Dormí en algún parque, escondido entre algunas plantas, alguna vez sentí alguna rata cruzar por mi espalda, hasta que me encontró Pablo en un bar.

Al sonar su nombre me puse en guardia, hacía mucho tiempo que esperaba entender su relación con él.

—Pablo me ofreció vivir con él, supongo que se compadeció de mí. Nunca tuvimos relaciones sexuales, no pienses nada raro, por favor —me suplicó—. Pablo me llevó a su piso, me compró ropa y empezamos una relación de padre e hijo. Había sufrido mucho por culpa de lo crueles que pueden llegar a ser los hombres si no cumples unos cánones de belleza. Pablo no era físicamente agraciado, cojeaba, porque tenía una pierna más corta que la otra y además estaba el tema de los ojos.

—¿El tema de los ojos? —subrayé.

—¿No te diste cuenta de que era bizco? —negué con la cabeza—, pues lo es. Chico que intentaba entrarle, o se interesaba por su dinero, o le rechazaba por su aspecto. Poco a poco pasé de ser como un hijo para él, a un marido, aunque no fui capaz de creérmelo. Me llamaba marido, pero pensaba que se trataba de broma, le cocinaba antes de que llegara a casa, limpiaba el piso o le servía su copa de vino de los viernes como agradecimiento por dejarme vivir con él. Un año antes de conocerte, una noche, intentó liarse conmigo, pero me negué, porque yo lo veía como a un padre. Pablo se frenó y decidió tomarse un tiempo y marcharse de Barcelona. Cuando volvió, nos pilló en la cama y el resto ya es historia.

—Entonces, Pablo estaba enamorado de ti.

—Puede ser. La verdad es que le debo haber podido tener estabilidad después de una infancia tortuosa, pero yo no lo veía así. La noche que saliste del piso, me dejó claro que se había tomado un tiempo para que dejara de verme como a un posible marido, pero que fue incapaz. Con toda la ira del momento, me golpeó, rompió el móvil y me echó de su vida, como un huracán te arrebata tu casa antes de que puedas pestañear. No estoy furioso con él, acabé por entender que Pablo únicamente idealizó una vida conmigo, pero sin asegurarse de que fuera recíproco. Y por eso estoy aquí, Henry. —Me tomó las manos—. Necesito que entiendas que has sido para mí, el primer chico del que me he enamorado de verdad.

—Álvaro, te pido disculpas. —Tomé aire, pensé en Carles—. Te agradezco que me hayas contado todo esto, pero ahora mismo no puedo corresponderte con tanta facilidad. Estoy saliendo con un chico de clase y estamos bien.

Su mirada mostraba decepción.

—Me alegro mucho de que hayas seguido adelante.

Estaba seguro de que no lo dijo con sinceridad. Nos quedamos en silencio unos segundos sin saber cómo seguir esa cita.

—Y después de todo esto ¿dónde vives ahora? —pregunté para romper la tensión.

—Estoy viviendo en el Raval con Roberto, es un señor jubilado que se dedica a ser drag queen.

—¡No jodas! —exclamé.

—Sí —dejó soltar una risa—, no lo hace mal, pero me tiene el piso lleno de plumas, perlas falsas y pelucas que parece la carpa de un circo. Es como si el Molino viviera dentro de ese pequeño piso de setenta metros cuadrados. Si le ves disfrazado tienes que llamarlo Judith Mas Carpone.

—¿Tiene nombre de queso? —me sorprendió.

—Deberías conocerlo —dijo orgulloso—, te caería bien.

—¿Por qué lo dices? —pregunté curioso.

—Porque al igual que tú, siempre va con una sonrisa por delante.

Dime algo para quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora