Pasaron dos semanas desde que Álvaro salió del hospital. Pasábamos las noches en su piso, cenando juntos y estudiando, pues Álvaro veía muy interesante mis asignaturas de la universidad. Esa tarde de abril la ciudad parecía vivir un nuevo resurgir. Cuando llega Sant Jordi, Barcelona se tiñe de los colores de la bandera catalana en cada rincón. Toda la ciudadanía sale a la calle y colapsa el centro con firmas de libros, puestos de venta de rosas y otras tantas actividades originales, procedentes de asociaciones sin ánimo de lucro, que esperan conseguir algo de ingresos para sus actividades.
Los libreros vociferaban los títulos más vendidos con la intención de venderlos antes de que caiga la noche, la gente se hace hueco a golpe de hombros, como en el futbol americano, para poder llegar al vendedor y poder hacer una compra.
Bajando la Rambla Cataluña, nos sentamos en un bar que hacía esquina. Al otro lado del ventanal se veían corrientes de personas cruzando en todas direcciones. Familias enteras, con abuelos incluidos, que habían salido a pasear, portando alguna rosa, un nuevo libro para leer. Algunos con más suerte mostraban orgullosos ramos de rosas. Rosas rojas, amarillas, azules, violetas, había infinidad de opciones y cada una, más sorprendente que la anterior. Me fijé en una pareja de adolescentes cogidos de la mano, escondiéndose para darse un beso sin que la familia del otro lo pudiera ver.
El olor del cacao humedeciendo en mis labios, la mirada de ojos verdes contemplándome, la sonrisa escondida detrás de esa taza de porcelana blanca. Le dediqué una sonrisa de complicidad a Álvaro. El rugido de la gente en esa cafetería centenaria, en la que la madera convive con lámparas de oro que terminan con una preciosa cristalería en forma de lirio, me hacía sentir que habíamos viajado por el tiempo. En el instante en el que Álvaro miró el móvil vi ese momento ensombrecer, como si una mala noticia le hubiera caído sobre sus hombros.
—¿Te ocurre algo? —le pregunté preocupado.
—No, cielo, todo está bien —me respondió forzando una sonrisa—. ¿Seguimos caminando?
Acepté sin rechistar, si a Álvaro le pasaba algo grave, ya me lo hubiera contado. Yo siempre le había contado todo lo que me pasaba, ¿por qué iba a ser diferente en él?
Seguimos bajando Rambla de Cataluña que, con tanto gentío, parecía haberse alargado tres veces su extensión habitual. En un momento dado, reconocí una ilustración sobre la pesa de una parada de libros.
—Álvaro, espérame, quiero ver un libro —le dije mientras me volteaba y me hice camino entre las diferentes personas que rodeaban esa parada de libros.
En un momento dado y con la ansiedad de ese estrecho espacio que me dejaba la gente, golpeé fuerte a un hombre robusto. Al girarme para disculparme, sentí cómo se me helaba la sangre. Esa mirada y esos gruesos labios podría reconocerlos en cualquier lugar. Vi en su cara una expresión de nimiedad, no me había reconocido. Me giré rápidamente para darle la espalda, vi delante de mí el libro que estaba buscando.
—¡Eh, tú! —le oí gritar en mi espalda, una gota de sudor empezó a deslizarse sobre mi columna vertebral—. Cóbrame este libro.
Pude ver cómo hacía bailar un billete de veinte euros frente a la cara del vendedor, que apenas podía respirar y atender al mismo tiempo a cada una de las exigencias de los clientes.
Después de recibir el cambio, sentí que se iba por detrás. Yo me había congelado, no podía reaccionar.
—Disculpa, ¿estás bien? —me dijo el vendedor al verme parado.
—Sí... sí, perdona, ¿cuánto cuesta este libro? —le pregunté mientras alzaba el libro que había ido a ver de cerca.
—Dieciséis euros —me dijo. Le acerqué el móvil para cobrármelo.
Volví a cruzar el gentío. Vi a Álvaro mirando el teléfono móvil, al levantar la mirada me dirigió una sonrisa, me arrebató la portada de dos chicos abrazados bajo la lluvia.
—¿Dime algo para quedarme? —me dijo burlándose del título—. Mira que eres ñoño, Henry.
Seguía paralizado, a lo que Álvaro se percató de inmediato al ver que no había respuesta defensiva de esa broma hacia mis gustos literarios.
—¿Te ocurre algo? —se acercó a mi cara con angustia.
—Acabo de cruzarme con el tío que me intentó violar en la discoteca —le solté.
Álvaro empezó a dar vueltas, alzándose sobre sus talones, buscando la figura de aquel hombre que pudo haberme hecho mucho daño esa noche, más de lo que conseguía admitir. Me agarró de la mano en cuanto lo vio cruzar la calle, fuimos tras él. Cuando le alcanzó por detrás, Álvaro lo empujó hacia delante.
—Hijo de puta, ¿cómo tienes los huevos de salir por la calle después de hacer lo que haces? —le gritó en la espalda.
—¿De qué me hablas tú, imbécil? —respondió incrédulo.
La gente se había apartado al ver ese enfrentamiento, creando un círculo a nuestro alrededor. El chico me echó una mirada, se le desvaneció la sonrisa de inmediato. Sabía que lo que me había hecho. Yo seguía paralizado, dentro me consumía la rabia, pero el miedo de tenerlo en frente, me congelaba cada músculo de mi cuerpo. En mi cabeza estaba recreando las imágenes borrosas de mis recuerdos de mi pesadilla.
Álvaro estaba con esa postura amenazadora, viéndolo apenas de espaldas, pude sentir su ira proyectada en su cara. Por suerte para todos aparecieron dos agentes de policía que intentaron calmar los ánimos. La agente se puso por delante de Álvaro y su compañero, varón, frente a la sombra de mis pesadillas.
—¿Podemos tener la fiesta en paz? —dijo la agente a Álvaro.
—Solo si detienen a este cabrón —respondió—, ese tío drogó a mi chico para violarlo en los baños de una discoteca.
Sentí las miradas de los asistentes sobre mí, las de la agente también, me sentí juzgado por todos.
«¡Qué vergüenza, tío!», me dije.
Quería esconderme. Sentí rabia sobre Álvaro por exponerme delante de todos.
«¿Es que necesitaba que me salvara como a una princesa indefensa de cuento?».
Escuché los grilletes metálicos cerrarse en las muñecas del chico, la agente nos pidió que la acompañáramos hasta el furgón policial para escribir una denuncia y dejar de hacer el numerito delante de las familias. Después de cuarenta y cinco minutos contando nuestra historia, la agente cogió testimonio para presentar una denuncia. Nos pedía acercarnos a una comisaría de los Mossos de Escuadra para poder interponerla oficialmente al juez de guardia.
El chico se fue escoltado en un coche policial hasta la comisaria de Les Corts. Con el tiempo sabríamos qué yo no había sido la única víctima. Hasta veintisiete chicos de diferentes edades se habían personaron en el juicio. Un juicio que arrancaba varios meses después. Tras analizar las cámaras de seguridad de esa discoteca y escuchar la retahíla de testimonios, a Javier le cayeron siete años de prisión.
Pero volviendo a esa tarde, y habiendo cumplimentado la denuncia, Álvaro se sentía orgulloso de haber cerrado esa herida y haber echado a los leones a mi agresor cuando yo me rebelé contra él.
—¿Qué cojones ha sido eso? —le dije.
—¿Perdón? —reaccionó incrédulo.
—No he querido nunca que me protegieras y menos que me pusieras delante de mi agresor —le dije con toda mi rabia.
—Lo he hecho porque ese impresentable merecía recibir su castigo —me dijo mientras me sacudía por los hombros—. ¿Prefieres que siga libre y haga lo mismo con otros chavales?
—¡Me da igual Álvaro! —mi rabia pudo conmigo y dominaba la situación, sin dejar a otras emociones tomar el caos que había originado—. No quiero que me protejas, no soy una indefensa princesa que espera que le arregle la vida un gilipollas con sonrisa perfecta, como tú.
Ese «como tú» retumbó en mis adentros, sentí que había roto toda confianza con Álvaro. Lo rompí a él, cuando el miedo se había transformado en ira. Eso lo comprendí con el paso de las horas. Álvaro se fue solo a casa, yo regresé andando. Esa noche nadie le deseaba buenas noches al otro en un mensaje de WhatsApp. En esa tarde lo perdí.
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Dime algo para quedarme
RomanceEnric, un joven con una vida tranquila y predecible, nunca imaginó que un encuentro casual con Álvaro cambiaría su mundo para siempre. Desde el primer momento, el magnetismo de Álvaro despierta en Enric sentimientos y deseos que jamás había experime...