Capítulo 35

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A finales de septiembre Barcelona se baña de música en directo, se celebran cientos de actividades culturales como los paseos de gigantes que me encantaban ya desde que era un niño pequeño. Arrastré sin esfuerzo a la tropa y a Carles a pasear por el centro. Vimos pasar varios cabezones, gigantes y dragones a ritmo de los tambores y las notas de las grallas, un instrumento de viento hecho de madera con una forma parecida a los clarinetes.

Las fiestas de la Mercè siempre es una fiesta que me conecta con la infancia, cuando mi madre nos sacaba a pasear, a mí y a Arlet, por la plaza Sant Jaume, comíamos un bocadillo de salchichas con queso en el Conesa y terminábamos con un trozo de pastel de la pastelería Santa Clara.

Era por esa nostalgia que siempre que llegaban, intentaba pasear por los actos culturales, no siempre están tan llenos como los conciertos y me flipa ver los vestidos de los gigantes, así como sus accesorios como espadas, cascos de guerra o sombreros.

Barcelona en esos días brilla más, sus colores son más intensos, las risas se convierten en el único sonido que se oye en las calles. Después de ver el pasacalle de los elementos tradicionales de la fiesta, Elena propuso seguir la fiesta en la avenida María Cristina, esa noche actuaban, gracias a una radio comercial, los Crash Adams.

La avenida tenía un encanto especial gracias a la luz de las farolas reales, culminadas por la corona de Aragón, las fuentes creaban columnas de agua a ambos lados de la avenida, y por supuesto, la fuente Mágica, a los pies del Museo Nacional de Arte, hacía coreografías de colores a ritmo de la música del concierto detrás del escenario.

La verdad es que terminamos bailando, levantando los vasos de plástico como trofeos por encima de nuestras cabezas, a ritmo de Give me a kiss, un tema que acababa de escuchar en la radio pocos días antes.

Estábamos sudando, todos, en septiembre aún hace el calor de agosto en la ciudad. Elena saltaba alocada y cada poco se acercaba a Jon para besarle en los labios. Jordi y Víctor se pasaron la noche dando vueltas con las manos cogidas, saltando y besándose más efusivamente que los primeros, se notaba que los meses les habían permitido encajar como un reloj suizo.

Carles y yo nos pasamos la noche dándonos compañía ante el panorama que había. Se ofreció a invitarme a la primera cerveza, la segunda se la compré yo. Vi en su mirada, detrás de las grandes lentes, como me comía, me sentía halagado, pero no consideraba que estuviera aún preparado, después de todo, a entregar mi corazón a nadie. La sombra de Albert me había hecho más daño del que podía reconocer o explicar en estas breves líneas.

Fueron desfilando sobre el escenario otros artistas, grupos noveles, catalanes, españoles e internacionales. Hubo un momento en el que una artista desconocida, de procedencia africana, decidió cantar el clásico She used to be mine de Sara Bareilles, con una orquesta pregrabada y con matices étnicos en su voz que la ubicaba en el registro del jazz.

En ese momento, las parejas recortaban aún más la distancia de sus cuerpos, muchos bailaron con las sonrisas pegadas, otros bañaron la avenida con la luz de mecheros o las linternas del móvil. Una alfombra de luz nacía sobre nosotros y todos formábamos parte de esa canción, como un canto a la pérdida del horizonte que sufrimos a veces, cuando necesitamos encontrar una nueva meta.

Una canción que llevaba meses cantando para mí, ahora ella, con una increíble voz, lograba que me golpeara como las olas hacen a diario en la costa, con violencia. Era imposible no pensar en la gran mierda que me había arrastrado solo cuando le entregué mi corazón a Álvaro y después a Albert.

Hacía meses que sentía un fuerte vacío dentro de mí, Álvaro fue mi historia de amor más completa, quitando el final. Dudaba entonces que pudiera volver a sentir algo tan fuerte con otra persona que no fuera él. Todo eso se materializaba con una lágrima juguetona que saltaba de mi mejilla a mi camiseta.

Carles se había dado cuenta de mis sentimientos y sentí medio cuerpo suyo pegarse a mi espalda, su mano me acariciaba el hombro repetidamente con la yema del dedo gordo.

—¿Estás bien? —me dijo con cierto nerviosismo.

—Sí —le respondí mientras apartaba el rastro de la gota que permanecía en mi cara.

Me sentía relajado junto a él, se respiraba una energía diferente cuando estaba cerca, como si me cuidara constantemente. Reposé mi cabeza sobre su pecho. Su mano me agarró fuerte la cadera, sentía su respiración llenar sus pulmones, sus labios me besaron el pelo como un acto paternal. Estaba cómodo, feliz, me sentía bien junto a Carles.

La noche siguió con la banda madrileña K!ngdom. Con cada tema que tocaban se desataba la locura entre el público, con cada letra se hacía himnos de libertad para aquellos que anhelaban mejores sueños a los que aspirar. Nosotros formamos un círculo y cantábamos el tema Confieso con la complicidad que nos habíamos regalado en esa piña llamada mis amigos. Carles improvisó un baile torpe, pero gracioso, cerrando fuertemente los ojos para sentir más vivamente cada letra de la canción. Después de él, fuimos pasando todos, riéndonos de nuestra falta del sentido del ridículo.

A la vuelta, regresé con Jordi y Elena caminado por la calle Tarragona, Carles y Jon bajaron por las escaleras que daban a las líneas verde y roja respectivamente. Esa había sido una noche para recordar y lo mejor de todo, Carles empezaba a significar algo más que un amigo sin más, aunque no tenía claro hasta qué punto iba a significar para mí.

Dime algo para quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora