Capítulo 3

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Dos gorilas nos revisaron los carnets de identidad y con la amabilidad de un zapato, entramos en el interior de la discoteca. El acceso a la sala era un largo pasillo cubierto por enormes espejos en las paredes y tiras leds que iban en sincronía con los golpes de los bajos que resonaban tras las puertas.

Elena nos sugirió dejar las chaquetas en el guardarropa. Tras hacerlo, bajamos a un subterráneo en el que había una amplia sala de baile. Oscura, apenas iluminada por focos de colores, bolas de discoteca y espejos, en la sala no cabía ni un alfiler y la música estaba tan alta como para no poder pensar con claridad.

Jordi se dirigió hacia la barra, nosotros lo seguimos. Elena se subió en un escalón y pareciéndose al periscopio de un submarino, radiografió el público asistente en busca de alguna cara conocida.

Brindamos, Jordi se bebió de una sentada su bebida, Elena y yo alucinamos.

—Muy bien machote, pero como te caigas pedo esta noche, te vendrá a buscar tu abuela —dice Elena mientras le daba golpes a la espalda—. ¿Enric, nos vamos a bailar?

Mientras sonaba Breaking Free de Ariana Grande, nos pusimos bajo el intenso foco púrpura que iluminaba el centro de esa pista de baile. Elena hacía esos movimientos que podría anunciarte un champú entre orgasmos. Y cuando parecía que eso no iba a funcionar, un grupo de tíos se acercaron a ella invitándola a sorber de su cubata, ella los rechazó y se pegó más a mí.

Vi a Jordi beber una cerveza, creo, desde lo lejos y sonriendo mientras me veía sufrir ante el contoneo de Elena. Sin querer, se arrimó tanto que me golpeó el pene, vi las estrellas, se rio y yo con ella.

—Menudo cargamento tienes ahí abajo, Henry, la próxima vez que vayamos a la guerra, saca este tanque, los de la Armada Española andaban buscándolo —dijo sin pestañear.

—Por Dios Elena, cállate —sentí mis mejillas ardes de vergüenza.

En ese momento recibí un golpe por la espalda, el chico se giró rápidamente y tras hacerme una radiografía, se disculpó.

—Perdóname, soy Jaime, encantado —me dijo mientras tendía la mano, en la otra tenía un cubata.

—No te preocupes —le dije.

—Mi amigo busca carne, ¿te interesaría agarrarle estos fofos glúteos de hacer sentadillas en el sofá? —intervino Elena.

Tras reírse del comentario, nos miramos. Se le veía fuerte, me sacaba como una cabeza de altura, pelo corto y piernas trabajadas en el gimnasio. La verdad es que el chico estaba muy bien.

—Soy entrenador personal, me gustaría hacérselos duros —sonrió.

Miré a Elena con los ojos de un cervatillo que va a ser sacrificado, yo no quería ligar y menos con este tremendo cuerpo.

—Pues ale, Enric disfruta de Jaime que me voy a vigilar a Jordi antes de que nos deje sin provisiones al resto de la sala —dijo mientras se dirigía hacia la barra—. Ya me contarás.

Me giré, volví a ver esos ojos profundos y oscuros y empezó a hablarme.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Enric, encantado.

—¿Te apetece beber de mi bebida? Es ron con zumo de naranja —me ofreció.

Al devolvérselo, empezamos a bailar. Sentía que, con cada segundo que pasaba, el espacio entre su fuerte torso y mi lánguido cuerpo se estrechaba.

«¡Qué calor hace aquí!», pensé.

Vi sus gruesos labios acercarse lentamente a los míos y sentí un sabor que no conseguía descifrar, pero besaba bien, así que me rendí y lo rodeé con mis brazos detrás de su nuca. Él me apretó más contra su cuerpo. Estaba cachondo; sentí mi bulto palpitar bajo los tejanos.

Pasó un buen rato durante el cual sentía que nadie ni nada me importaba, la música sonaba sorda en el espacio y sólo estaba él y su aroma a colonia One Million que todo hetero se pone para salir. Noté como mi cabeza daba vueltas.

—¿Te apetece subir a los baños? —me preguntó con una mirada oscura y una voz que rápidamente se había vuelto ronca.

Acepté con la cabeza, estaba mareado, no sabía ni quién era.

«¿Qué me pasa?», me preguntaba una y otra vez.

Subimos las escaleras, él agarrando mi cuerpo casi inerte. Estaba cachondo, pero no me tenía en pie.

«¿Qué me ha dado?», pensé.

Entramos en unos baños con las puertas rojas y un muchacho que salía nos vio entrar. Él me empujó al interior de un cubículo, echó el pestillo, y yo me senté sobre la tapa del váter. Jaime sacó de un bolsillo varias pequeñas bolsitas con pastillas de diversos colores. Eligió una con un polvo blanco, tan fino como la harina.

—¿Alguna vez has practicado el chemsex? —me preguntó.

Intenté responderle que no entendía la pregunta, entonces repitió

—Que si alguna vez has follado drogado, es una pasada, mira, prueba esto.

Me asusté.

«¿Por qué no soy capaz de levantarme de aquí?», pensé.

Jaime se tomó su tiempo en aspirar ese polvillo por la nariz. Al terminar, se echó atrás, disfrutando de las vistas que yo le ofrecía. En un arranque de pasión, se bajó los pantalones y la ropa interior hasta las rodillas, dejando al descubierto un increíble miembro erecto, tan duro como los de las películas porno, venoso. Me arrancó el polo y lo dejó caer al suelo, luego me alzó como un muñeco de trapo para quitarme los pantalones y la ropa interior.

—Prepárate porque te voy a follar hasta que olvides tu nombre.

Me desmayé. Cerré los ojos. Oí voces y golpes al otro lado de los párpados. En un esfuerzo por abrir los ojos y ver qué ocurría, vi borrosamente cómo la puerta roja se abría a sus espaldas. Había gritos. Una sombra con camiseta blanca lo había tumbado en el suelo, y él estaba agonizando de dolor, tirado frente a los grifos. La sombra con camiseta blanca se le puso encima, golpeándolo sin parar.

No entendía si estaba viendo una película o era la vida real, se me acercó el misterioso chico.

—¡Levántate, tenemos que salir de aquí! —me apresuró a ponerme el polo y a sostenerme en pie.

Sentí el frío de la calle nuevamente, no sé quién eres, no consigo verte, pero tu voz me resulta familiar.

Dime algo para quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora