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Ira

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Ira

Salía del mercado cargada con bolsas mientras bromeaba con mis hermanos, empujándolos y lanzándoles cosas. Me gustaban esos sencillos momentos en que nos reíamos juntos sin nada que nos preocupara. Pero esa calma desapareció cuando se escuchó a lo lejos el desgarrador grito de una niña.

Me puse alerta al momento, soltando las bolsas y mirando alrededor para descubrir de dónde venía el sonido. Mis hermanos no se habían movido y Reed parecía querer detenerme, pero no decía nada.

—Deja que los gendarmes se encarguen, Maeve. —habló Simón, el mayor de mis hermanos, poniéndome una mano tranquilizadora sobre el hombro—. No hay nada que podamos hacer.

Me sacudí su mano de encima, mirándolo con mi ceño fruncido.

—Tú puede que no, pero al menos yo voy a intentarlo.—dije, haciendo crujir mi cuello y mis nudillos— No voy a tolerar esto y esperar a que los gendarmes decidan aparecer.

Escuché un bufido por parte de mis hermanos, pero ellos sabían muy bien que no podían detenerme. Salí corriendo hacia el lugar donde había escuchado el alarido de la niña. Ni siquiera me había dado cuenta de que Reed me pisaba los talones hasta que chocó conmigo cuando me detuve en el oscuro callejón. Mis sandalias de tela se humedecieron en cuanto puse un pie en el angosto espacio.

Los gritos se habían detenido abruptamente y el miedo clavó sus helados dedos en la parte trasera de mi cuello. Mi mirada bajó lentamente a mis pies, suplicando a los dioses dormidos que aquello que empapaba mis zapatos no fuera sangre.

Una gran oleada de alivio me recorrió al comprobar que se trataba solo de agua estancada. Seguí caminando, tratando de agudizar mi vista para encontrar a la niña entre la oscuridad del callejón.
Se podían escuchar algunas risas a lo lejos, mezcladas con unos débiles sollozos. Bien, no había llegado demasiado tarde.

—¿Maeve? —escuché la voz de Reed tras de mí y me giré para cubrir su boca con mi mano.

—Si vas a seguirme, al menos mantén la boca cerrada.—respondí en un tono algo brusco.

El castaño hizo un gesto de cerrar su boca y cruzó las manos detrás de su espalda, preparado para seguirme. Caminé por el suelo encharcado hasta que las voces comenzaron a escucharse más cerca.

—...chillas como un cerdo en el matadero, nadie va a oírte.

—No tenías que haber salido sola hoy.—dijo otra voz más grave que la anterior.

Por la cadencia de su voz se podía intuir que estaban ebrios. Se oyó el tintineo de un cinturón desprenderse y sentí un sabor amargo trepar por mi garganta. Tenía que detener aquello cuanto antes.

Me lancé a ciegas hacia el lugar de donde venían  las voces. Reed trató de detenerme pero no lo logró. Ya estaba abalanzándome sobre la espalda de uno de esos miserables hombres. Enrosqué uno de mis brazos tonificados alrededor de su grueso cuello y apreté, buscando sacarle el aire de los pulmones.

El Resurgir del PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora