Siete desconocidos, siete almas que comparten un mismo destino. Siete historias unidas por un bien mayor.
¿Sabrán distinguir el bien del mal? ¿Podrán descifrar quién es el verdadero enemigo?
Esta es la historia de los hijos del pecado, siete jóvenes...
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Pereza
El carro se puso en marcha con un movimiento brusco, provocando que ambos diéramos un brinco sobre el duro asiento de madera, apenas una tabla astillada que sobresalía a cada lado del vehículo.
No estábamos solos, nos acompañaban varios prisioneros más que nos miraban con recelo. Ninguno de ellos dijo una sola palabra, pero parecíamos entender el sentir de los demás sin ni siquiera hablar.
El carro se sacudía violentamente mientras avanzábamos por el camino pedregoso que llevaba a Sagehaven. Las ruedas chirriaban y crujían, y el sonido de los cascos de los caballos resonaba en el aire caliente y seco. El paisaje a nuestro alrededor era desolador, con colinas áridas y rocas afiladas que se alzaban como dientes gigantes.
A lo lejos, las montañas de Wyvern se desvanecían lentamente, y con ellas, la última conexión con nuestro hogar. Daiki estaba sentado a mi lado, su expresión firme pero con una preocupación evidente en sus ojos. Sentí su mano buscar la mía entre las sacudidas del carro, y cuando nuestros dedos se entrelazaron, una sensación de calma me invadió a pesar de todo.
—Vamos a salir de esta, Hide —dijo en voz baja, apretando mi mano con fuerza—. Lo prometo.
Miré a nuestro alrededor, observando a los otros prisioneros. Había mujeres, hombres y niños, todos atrapados en el mismo destino incierto. Algunos lloraban en silencio, otros mantenían una expresión estoica, pero el miedo era un compañero constante para todos nosotros.
El paisaje comenzó a cambiar lentamente, las colinas dando paso a llanuras abiertas y ríos secos. El sol se filtraba a través de las grietas de las rocas.
En un momento de tranquilidad, mientras el carro avanzaba lentamente, Daiki y yo encontramos un breve respiro en medio del calor sofocante. Se sentó más cerca de mí, sus hombros tocando los míos, y me miró con una intensidad que hizo que mi corazón latiera con fuerza.
—Sé que esto es difícil —dijo suavemente, su voz apenas un susurro en el aire cálido—. Pero mientras estemos juntos, podemos superar cualquier desafío que se nos presente.
Con un suspiro tembloroso, coloqué una mano en su mejilla, acariciando suavemente su tersa piel.
—Gracias —murmuré, mi voz apenas un susurro—, por estar aquí. Por siempre estar aquí.
Daiki sonrió, sus ojos brillando con amor y devoción mientras capturaba mi mano entre las suyas.
—Siempre, Hide. Siempre estaré contigo, pase lo que pase.
Con un impulso repentino, me incliné hacia él y capturé sus labios en un suave beso, uniendo nuestras almas en un momento de pura conexión y amor. El beso fue suave pero cargado de emoción, sellando nuestra promesa de estar juntos en cada paso del camino.
El sol comenzó a descender en el horizonte, y las sombras se alargaron, prometiendo la llegada de la noche. Aunque nuestro destino era incierto, con Daiki a mi lado, sentí que podíamos encontrar la fuerza para seguir adelante.
Con el paso de las horas, el paisaje comenzó a transformarse de nuevo. Llegamos a los límites del pueblo forestal de Valmeadows, un valle que parecía salido de un sueño. Flores que brillaban en la oscuridad comenzaban a aparecer a lo largo del camino, sus pétalos resplandecientes contrastando con la creciente penumbra del atardecer. El aroma dulce y fresco de las flores llenaba el aire.
En el corazón del valle, una catarata caía desde una gran altura. Los colores vibrantes y la belleza natural del lugar eran un contraste sorprendente con la desolación que habíamos dejado atrás.
El carro se detuvo bruscamente, interrumpiendo mis pensamientos. Un ciervo herido yacía en medio del camino, su pelaje manchado de sangre. Los gendarmes murmuraron entre ellos, indecisos sobre qué hacer.
—Déjenme ayudar —dijo Daiki, levantándose y dirigiéndose hacia el animal.
Los gendarmes lo miraron con escepticismo, pero finalmente asintieron, permitiéndole acercarse al ciervo. Vi a Daiki trabajar con cuidado y destreza, usando sus conocimientos de primeros auxilios para limpiar y vendar la herida del animal. Su compasión y habilidad me llenaron de admiración.
Él, en cambio, me lanzó una mirada cálida mientras terminaba de atender al ciervo. Los gendarmes lo empujaron de vuelta al carro, pero en sus ojos vi la misma determinación y amor que sentía yo.
El sol comenzó a descender en el horizonte, y las sombras se alargaron, prometiendo la llegada de la noche. Sagehaven resultó ser una ciudad limpia y colorida, con edificios de piedra y madera. El palacio, hecho de piedra caliza blanca, se alzaba majestuoso en lo alto de una colina, su presencia imponente dominando la vista.
Nos llevaron a través de pasillos oscuros y fríos, donde el eco de nuestros pasos resonaba ominosamente.
Finalmente, llegamos a los calabozos del palacio, un laberinto de celdas húmedas y malolientes. Nos empujaron dentro de una celda, cerrando la puerta de golpe detrás de nosotros.
Mientras me apoyaba contra la pared de piedra, sentí la mano de Daiki tomar la mía una vez más. A pesar del miedo y la incertidumbre, su toque me daba esperanza.
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