Siete desconocidos, siete almas que comparten un mismo destino. Siete historias unidas por un bien mayor.
¿Sabrán distinguir el bien del mal? ¿Podrán descifrar quién es el verdadero enemigo?
Esta es la historia de los hijos del pecado, siete jóvenes...
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Pereza
Hideyoshi.
Wyvern era una región minera, donde las montañas se alzan como centinelas de piedra. Existe únicamente para el servicio de la capital y las minas son la vida y la muerte de sus habitantes. No es inusual la presencia de los gendarmes por aquí, los Ministros nos tienen en el punto de mira desde hace años, o incluso siglos.
A diferencia de los demás jóvenes del asentamiento de mineros, no comparto la pasión por la ardua labor que define la existencia de mi gente. En su lugar, me entrego a los placeres sencillos de la vida: la comida, el sueño y los momentos de tranquilidad.
Había nacido con unos ojos soñadores, siempre medio cerrados por el cansancio que contrastan con la dureza de los rostros de mis padres, trabajadores incansables que han dedicado sus vidas a las entrañas de la tierra. No pueden comprender cómo puedo ser tan diferente. Sin embargo, me mantengo firme en mi rechazo a seguir sus pasos.
La pobreza y las malas condiciones de vida en Wyvern son inescapables. Las familias luchan por sobrevivir, y cada día es una batalla contra el hambre y el agotamiento. Veo el sufrimiento a mi alrededor, siento el peso de la responsabilidad sobre mis hombros, pero mi pereza me impide actuar.
Mi única fuente de consuelo es Daiki. Él es todo lo que yo no soy: diligente, responsable y decidido a convertirse en un curandero hábil. Daiki me acepta tal como soy, con todas mis peculiaridades y mi aversión al trabajo físico.
Una tarde, mientras el sol comienza a ponerse tras las montañas, tiñendo el cielo de un rojo ardiente, Daiki y yo nos encontrábamos en nuestro lugar habitual: una pequeña colina desde donde podemos ver todo el asentamiento. Con el sonido de los martillos y las voces de los mineros como telón de fondo, me apoyé en el hombro de Daiki, disfrutando del momento de paz.
—A veces desearía que pudiéramos escapar de aquí.—murmuré, dirigiendo mi mirada hacia él—. Encontrar un lugar donde no tengamos que trabajar tanto, donde podamos simplemente ser. Daiki sonrió, pasando un brazo alrededor de mis hombros.
—Algún día, Hide. Algún día encontraremos nuestro propio camino. Pero por ahora, estamos aquí. Y mientras estemos juntos, lo haremos funcionar.
Cerré los ojos, permitiéndome soñar, aunque sólo fuera por un momento, con un futuro diferente. Un futuro donde la pereza no fuera un pecado, sino un regalo. Pero sabía que algún día tendría que enfrentar mi destino.
El sonido de las campanas nos llegó a lo lejos y nos miramos en silencio. Sabíamos lo que aquello significaba y nunca se trataba de nada bueno. Bajamos la colina, no lograba seguirle el paso a Daiki, que se detuvo en un par de ocasiones para esperarme. Este gesto desinteresado siempre lograba calentarme el corazón.
Llegamos al pie de la colina y pudimos ver a cientos de hombres y mujeres salir de las minas para dirigirse al centro de la aldea, donde se podía escuchar el retumbar de los cascos de los caballos acercándose desde el norte.
Cuando los gendarmes llegaron, la totalidad de la aldea estaba reunida en el claro que constituía nuestro lugar de reunión habitual. Solíamos retozar allí, relacionarnos con otras personas, compartir historias o tomar decisiones importantes con respecto a la comunidad.
Los guardias se apearon de sus monturas, sus armaduras tintineando bajo sus chalecos azules con ribetes dorados durante el descenso. Cuando llegué al centro del asentamiento, colándose entre las personas que se apelotonaban allí, el caos ya se había desatado. Los gendarmes estaban arrasando con todo, arrebatando las herramientas de trabajo, el escaso alimento que teníamos y cualquier cosa de valor. Las familias, incluidas la mía, estaban siendo empujadas y golpeadas sin piedad.
—¡No! —grité, corriendo hacia mis padres, que estaban siendo arrastrados por dos gendarmes.
—¡Hideyoshi, aléjate! —me gritó mi padre, pero no puedo simplemente mirar.
La impotencia que había sentido durante tanto tiempo se convirtió en una chispa de furia. Sin pensarlo, me lancé hacia uno de los gendarmes, tratando de arrancarle las manos de encima a mi madre.
—¡Déjenlos en paz! —grité, aunque mi voz sonaba débil incluso para mis propios oídos.
El gendarme se volvió hacia mí con una sonrisa burlona y me empujó con fuerza. Caí al suelo, el polvo llenándome la boca y la nariz. Sentí el dolor de la caída, pero más que eso, sentí la desesperación.
—¡Hide! —la voz de Daiki me llegó como un rayo de esperanza. Él apareció corriendo, con el rostro enrojecido por la ira.
—¡Déjenlo! —exclamó, interponiéndose entre mí y los gendarmes. Su postura era desafiante, pero sabía que estaba en peligro.
Uno de los gendarmes lo agarró bruscamente.
—¿Quieres unirte a él? —preguntó el hombre, sonriendo cruelmente.
—¡No, por favor! —traté de levantarme, pero otro gendarme me agarró por los brazos y me inmovilizó.
El castaño luchaba, tratando de liberarse, pero era en vano. Nos llevaron a ambos, arrastrándonos como si fuéramos criminales. Mis padres gritaban, intentando alcanzarnos, pero los retenían con fuerza bruta.
—Nos llevarán a Sagehaven —murmuró Daiki a mi lado, mientras éramos subidos a un carro con otros prisioneros.
Sagehaven, la ciudad de los gendarmes, donde las leyes eran aún más estrictas y las oportunidades de escapar, casi inexistentes. Mi mente estaba nublada por el miedo y la culpa. Todo esto había ocurrido por mi inacción, por mi incapacidad de enfrentar la realidad.
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