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Ira

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Ira

Maeve.

El camino serpenteaba entre los árboles, y el sol apenas lograba colarse a través del dosel del bosque, proyectando sombras que parecían moverse con vida propia. Llevábamos horas caminando en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Reed, como siempre, caminaba a mi lado, su presencia constante y reconfortante a pesar de su silencio.

Desde que nos unimos a este grupo dispar, la tensión había sido palpable. Cada uno de nosotros llevaba su propia carga, sus propias cicatrices, pero sabíamos que nuestra misión era más grande que cualquiera de nuestras preocupaciones individuales. Teníamos que llegar a Doomholt con las reliquias, o todo lo que conocíamos estaría en peligro.

Reed no había dicho mucho desde que dejamos el campamento esa mañana. Podía notar la rigidez en sus hombros, la tensión en su mandíbula. Algo le estaba molestando, pero no era el tipo de persona que compartiera sus problemas abiertamente.

—¿Todo bien, Reed? —le pregunté, intentando romper el hielo.

Él me miró de reojo y asintió brevemente.

—Sí, solo pensando.

Rodé los ojos internamente. Siempre estaba "pensando". Decidí no presionarlo, sabiendo que eventualmente me diría lo que le pasaba, si era lo suficientemente importante.

El camino comenzó a descender hacia un valle cubierto de niebla, y el aire se volvió más frío y húmedo. La niebla se arremolinaba a nuestro alrededor, y podía sentir cómo la atmósfera se volvía más densa, más opresiva.

—Vamos, debemos seguir avanzando —dije, apretando el paso.

Reed me siguió, pero noté que estaba más callado de lo habitual, lo cual era decir mucho. Después de un rato, comenzamos a escuchar un murmullo en la distancia. Al principio, pensé que era el viento entre los árboles, pero a medida que avanzábamos, el sonido se volvió más claro: era agua.

—Debe ser un río —dijo Reed, su voz baja.

Asentí, agradecida de tener un destino claro en mente. Nos dirigimos hacia el sonido, la niebla haciéndose más espesa a nuestro alrededor. De repente, escuché un ruido detrás de nosotros, un crujido que no podía haber sido hecho por un animal.

Me giré bruscamente, instintivamente colocando una mano sobre mi daga.

—¿Qué fue eso? —susurró Reed, su voz temblando ligeramente.

—No lo sé, pero mantente alerta —respondí, sintiendo una oleada de adrenalina.

Continuamos avanzando, pero el sentimiento de ser observados no desaparecía. Mi instinto me decía que algo no estaba bien, y mi instinto rara vez se equivocaba.

Finalmente, llegamos al río. El agua era clara y corría rápida, creando pequeños remolinos y espuma. Nos detuvimos para llenar nuestras cantimploras, y mientras lo hacíamos, escuché otro crujido, esta vez más cerca.

El Resurgir del PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora