Siete desconocidos, siete almas que comparten un mismo destino. Siete historias unidas por un bien mayor.
¿Sabrán distinguir el bien del mal? ¿Podrán descifrar quién es el verdadero enemigo?
Esta es la historia de los hijos del pecado, siete jóvenes...
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Lujuria
Calix.
Tras semanas de viaje, Aeliana y yo finalmente habíamos llegado. Sagehaven, la capital de Dewhar, donde se encontraba el Anillo de Eros, la reliquia que necesitábamos para salvar nuestro mundo. Sentí una mezcla de alivio y ansiedad mientras nos acercábamos a la entrada principal de la ciudad.
Aeliana caminaba a mi lado, su presencia siempre reconfortante. Aeliana y yo teníamos una conexión profunda, más allá de lo físico. Compartíamos pensamientos, emociones y, a veces, incluso sueños. Nos habíamos prometido siempre protegernos mutuamente, y esta misión no era una excepción.
—Estamos aquí, Calix. —La voz de Aeliana era suave pero firme—. Lo conseguiremos.
Le sonreí, asintiendo. Ella siempre sabía qué decir para calmar mis nervios. Mientras nos adentrábamos en la bulliciosa ciudad, sentí un renovado sentido de propósito. No estábamos solos en esto, y con Aeliana a mi lado, sabía que podíamos lograrlo.
Aeliana y yo siempre habíamos sido inseparables. Desde que éramos niños, nuestra conexión había sido nuestra mayor fortaleza. Donde yo era impulsivo y a veces imprudente, Aeliana era tranquila y reflexiva. Nos complementábamos de una manera que pocos podían entender.
Nuestro viaje a Sagehaven había sido una prueba de esa relación. Habíamos enfrentado peligros y desafíos que hubieran hecho flaquear a cualquiera, pero siempre habíamos salido adelante gracias a nuestra unión. Recordé una noche en particular, cuando nos refugiamos bajo un árbol durante una tormenta. El viento aullaba y la lluvia caía a raudales, pero Aeliana había sostenido mi mano, susurrándome palabras de aliento hasta que el miedo se desvaneció.
—No importa lo que ocurra, siempre estaremos juntos —me había dicho entonces—. Y juntos, podemos superar cualquier cosa.
Esas palabras resonaban en mi mente mientras caminábamos por las calles de Sagehaven. Sabía que, pase lo que pase, Aeliana estaría a mi lado, y eso me daba la fuerza para seguir adelante.
Llegar al palacio de Sagehaven no fue fácil. La ciudad estaba bien protegida, y los guardias vigilaban cada entrada. Sin embargo, con astucia y un poco de suerte, encontramos un punto de acceso poco vigilado. Aeliana, siempre la estratega, sugirió escalar una sección menos custodiada de las murallas.
—Confía en mí —dijo, con una chispa de determinación en sus ojos.
Asentí y la seguí, trepando con cuidado. Una vez dentro, nos deslizamos por los pasillos oscuros, moviéndonos en silencio para evitar a los gendarmes. El palacio era un laberinto de corredores y salas, cada una más grandiosa que la anterior.
—El Anillo de Eros debería estar en la sala oculta, según la leyenda —murmuró Aeliana mientras consultaba un mapa antiguo que habíamos encontrado.
Seguimos adelante, con la adrenalina corriendo por nuestras venas. Cada sombra parecía albergar un enemigo, y cada sonido nos hacía detenernos y contener la respiración. Sin embargo, nuestra determinación no flaqueó. Estábamos tan cerca de nuestra meta.
Finalmente, llegamos a una puerta grande y ornamentada, escondida en lo profundo del palacio. La puerta estaba decorada con intrincados grabados que representaban escenas de amor y pasión, símbolos inconfundibles del poder de Eros.
—Esta debe ser la sala —dije, sintiendo una mezcla de emoción y nerviosismo.
Aeliana asintió, y juntos empujamos la puerta, que se abrió con un chirrido sordo. La sala oculta era impresionante, con paredes cubiertas de tapices y un altar en el centro, sobre el cual descansaba una caja dorada.
—El Anillo de Eros debe estar ahí dentro —susurró Aeliana, dando un paso hacia el altar.
Justo cuando estábamos a punto de acercarnos más, escuchamos un ruido detrás de nosotros. Nos giramos rápidamente, preparados para enfrentar cualquier amenaza. Para nuestra sorpresa, no estábamos solos. Otros habían llegado a la misma sala, y por un momento, todos nos quedamos congelados, evaluando la situación.
En la penumbra de la sala, vi los rostros de los recién llegados: un grupo de chicos y chicas, sus expresiones reflejando la misma sorpresa que sentíamos nosotros. Había algo familiar en ellos, una chispa de reconocimiento que no podía explicar.
Antes de que cualquiera de nosotros pudiera reaccionar, la puerta de la sala se cerró de golpe, dejándonos atrapados juntos en ese espacio oculto. La tensión era palpable, pero también lo era la comprensión tácita de que todos estábamos allí por la misma razón.
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